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Vanity Fea

Rien de rien

Volviendo a Zaragoza a recoger el pendiente que nos esperaba bajo la lluvia, aprovechamos para ver otra cosa que teníamos pendiente, la película La Vie en Rose  (dir. Olivier Dahan) Es uno de los raros casos que se me ocurren de una película a la que se le cambia el título original en francés (La Môme) por otro.. también en francés. Más identificable para el público español, es cierto. Fuimos a verla en parte por cotejar y comparar con el musical Piaf: Une vie en rose et noir, donde vimos hace poco (en el Théâtre Dejazet de París) una impresionante actuación de Natalie Lhermitte cantando en vivo como la propia Piaf, y no exagero. Según el autor de ese musical, allí iban a atenerse estrictamente al mito de la Piaf. Aunque por lo que me parece ver, la historia y el mito están a estas alturas bastante entrelazados y... cualquiera los separa.

Desde una consideración histórica, habría que atender un poquito a la Piaf de 1940 a 1945—la que cantó para los nazis. Eso no forma parte del mito, desde luego, y no entra en los planes ni del musical ni de la película. Ambos se centraban en Piaf vista por Piaf, y allí no entraban mucho los nazis en consideración: sólo la larga serie de parejas, los enamoramientos compulsivos, amores de usar y tirar; y el mito personal—la infancia saltimbanqui, entre burdeles, la protección de Santa Teresita que le devolvió la vista, el accidente de avión que le destrozó la vida en pleno enamoramiento (antes de que se cansase), las drogas y enfermedades alternadas con retornos de gran éxito, hasta la destrucción final. Una tonadillera francesa a la tremenda, que transformaba en grandes éxitos, filtrados por su voz, los amores arrastrados que le destrozaban la vida.

Mucho más larga que en la película era la serie de amores en la vida y en el musical—aquí no vemos ni a Moustaki ni a Montand, otros pasan sin apenas presentación… La película sugiere una serie incompleta de episodios, nos muestra que podría contar mucho más de lo que cuenta. También. Pero de los años cuarenta en Francia—ni rastro. Cualquiera diría que los pasó íntegramente en los Estados Unidos, si nos atenemos a esta película. Aún queda espacio para volver a reexaminar el mito.

La película, dicho esto, es magnífica. No hay que perdérsela. La ambientación es impecable, llevándonos desde la francia casi decimonónica de la infancia barriobajera de Edith, pasando por el lujo neoyorquino de los cuarenta, hasta los años de los aeropuertos internacionales, las autopistas, y los cantantes pop yonkis—era inaugurada por ella misma. Impecable esta representación de diversas épocas, tanto más superpuestas cuanto que la película nos lleva en flashback y flashforward desde la primera posguerra a la segunda.

Han destacado la actuación de Marion Cotillard, una de tres actrices que interpretan a Piaf (desde los veinte hasta los cuarenta y ocho años ella). Y en efecto, las tres son muy buenas—todos son muy buenos—pero a esta Marion, por favor, que le lleven directamente el Oscar a su casa sin esperar más, el de la actriz principal y también el de la secundaria, porque parece varias personas a la vez que parece talmente la misma Piaf—a quien no se parece en absoluto, por otra parte. Una actuación inolvidable, que deja chiquitas a todas las que hemos visto en biopics similares recientes (Ray, Walk the Line, The Queen)… Y si sólo fuese la actuación de Cotillard lo que tiene esta película de primera línea, pero en absoluto. Seguiría siendo un peliculón tremendo sin ella—pero por favor que le lleven el Oscar directamente y sin esperar a ver más.

El planteamiento argumental es excelente. Comenzamos con una repelente y desagradable Piaf madura, pagada de su éxito, superficial hasta la exasperación y ahogándose en una fiesta continua de drogas y alcohol. Mediante flashbacks vamos viendo a la vez de dónde viene y a dónde va, y las razones de todo ese extraño desfile donde Piaf va encargando champán a gritos mientras su cohorte de empresarios, amigos, dependientes y parásitos tranquiliza al personal y tira de chequera.

Es, básicamente, la historia de una personalidad adictiva y dependiente, procedente de una familia desestructurada, y mal crecida, mal madurada, con necesidades emocionales ávidas y destructivas, y una inseguridad e incertidumbre de base enterrada bajo el éxito y los aplausos; una construcción de muchos y de sí misma, que tiene que seguir pedaleando para no caerse—es curiosa realmente la cohorte y la manera en que la llevan, a la vez amigos que la protegen, esclavos que la temen, y siniestros manipuladores que la drogan para exprimirle una actuación más. Protegerla de sí misma era lo más difícil, pues iba encaminada a la autodestrucción. Tampoco la suerte la acompañó, con sus múltiples enfermedades que la llevaban a la morfina en círculo vicioso… a los cuarenta y cinco años parecía Piaf una octogenaria. Pero su voz estaba intacta, joven y fuerte, y eso quizá acabó de arruinarla llevándola a seguir cuando el cuerpo no daba más de sí. 

La môme, la cría, se titula la película en francés, y dice mucho el título sobre la visión del director (relectura irónica del nombre artístico que la lanzó a la fama, la môme Piaf). En cierto sentido nunca maduró: se endureció y se arrugó (mal endurecida y mal arrugada) pero emocionalmente nunca se hizo cargo responsablemente de su vida, y la quemó como un niño al que le dan un millón de pesetas y se compra un millón de piruletas. No venía de la burguesía Piaf (pas dame, pas dame), y esas cosas del ahorro, la prudencia vital, el qué dirán, no iban con ella; se fundió la pasta en una fiesta gloriosa digna del cateto más cateto. Aquí en España hubiera sido tonadillera analfabeta de las de torero y puñalá; en Francia, el equivalente resultaron ser los matelots, legionarios y boxeadores, que castigan bien a su mujer (es mi hem-bra) y la dejan amoratada moralmente, entre alcohol y moraduras. Y viceversa, ella a ellos; "mon manège à moi c’est toi", todo el día girando, que si la vida es un tiovivo, si se para es un rollo; pasemos a la montaña rusa, y luego al túnel del espanto. (Nos dice en la película: "¿Sabes que nací el mismo año que Billie Holiday?"—otra que tal...).

La técnica de los flashback impredecibles, sin mucho orden ni concierto aparente (esto ha sido criticado) es adecuadísima para dar cuenta de cómo el pasado sigue presente, sigue gobernando el presente, no se ha superado, sino que vuelve y vuelve, en las compulsiones del comportamiento, en el delirium tremens, en las letras de las canciones que nos recuerdan algo por lo que ya hemos pasado, y volveremos a pasar.

Cet air qui m’obsède jour et nuit
Cet air n’est pas né d’aujourd’hui
Il vient d’aussi loin que je viens
Traîné par cent mille musiciens.

No partía de cero, precisamente, la Piaf, y la ilusión de hacerlo la llevaba a repetir compulsivamente lo que pensaba que había dejado atrás. Y vuelta a las relaciones de dependencia y explotación, y al enamoramiento insensato, y a la ducha de champán, y a la ruptura escandalosa, y al túnel de las drogas. Para mito nacional, esta adictiva compulsiva queda ciertamente poco edificante, y así lo muestra la película, pero también nos muestra otras caras del personaje que nos hacen entenderlo poco a poco. La anciana prematura que ha quemado su vida demasiado deprisa, recordando los momentos que la marcaron, y viendo en sus últimos momentos cómo su vida desfila como una colección insensata de escenas sin consistencia suficiente: insensata la vida de los insensatos, como la de los sabios, toda sound and fury, vista desde ahí; para vivir los grandes amores hasta los posos hay que ser tonadillera sin estudios. En uno de los últimos flashbacks descubrimos uno de tantos años perdidos, una de tantas parejas perdidas atrás: y vemos otra escena que la marcó y la hizo huir hacia adelante: la muerte de su criatura por meningitis. Y descuido, quizá… para pasar a convertirse en un error más que queda atrás, y un fantasma que volverá a atormentarla en los momentos finales. Y un indicio de tantas otras cosas que quedan a medio hacer, a medio pensar, a medio sentir.

También permiten los flashback terminar no con la muerte, sino en pleno canto, en pleno comienzo de nuevo. Porque la adicción a las drogas de Piaf se complementa con su adicción al público. Esta se desarrolla gradualmente: al principio es torpe, y hay que construir al personaje (en rosa y en negro); allí la ayudan sus asesores. Pero luego se vuelve ella el personaje, se amoldan mutuamente, y al final da igual que escriba ella sus canciones o que se las escriban, la compenetración entre la persona y el personaje es perfecta. Y necesita además de la inyección de morfina el subidón que le da el público, no sólo para rellenar sus arcas y las de la cohorte, sino para terminar de vivir su destino hasta el final, y terminar de convertirse en el sujeto parlante de sus canciones, ya reducida a sus grabaciones—esa otra versión del más allá y la existencia angélica. En vida la vivía esa existencia angélica (abstraída del mundo) sólo durante los conciertos, y durante el delirio de la morfina y del enamoramiento, tres drogas que la llevaban una a otra.

Y nos permite la película quedarnos con las dos verdades: con la mentira del personaje construido, con el chute de morfina, con las ordinarieces de diva barriobajera; y también con el personaje sublimado con las canciones, en el que no sólo la Piaf sino todos los que la oímos nos proyectamos sabiendo que hay un tipo de verdad que sólo se encuentra en las ilusiones y en las ficciones, y en las melodías que nos vienen de tan atrás.

Hay una escena—uno de los "momentos cinematográficos" como quien diría los "momentos lingüísticos" de Hillis Miller: cuando el cine trasciende el mero ilusionismo mimético juega abiertamente con su capacidad de crear ilusiones que podemos confundir con la realidad. Es uno de los momentos cruciales—tantos hay—de la vida de la Piaf. Esta en plenos amores adúlteros con su gran amor—tantos hay—el boxeador Marcel Cerdan; ella en América, él en Marruecos con su esposa. Le pide que viene, que busque una excusa, que coja el primer vuelo—ahora, ahora. Y en efecto, se despierta en los brazos de Marcel recién llegado, y lo abraza; va a prepararle un café para darle la bienvenida, y se extraña de las actitudes de su cohorte de seguidores, que van errantes por el piso, la contemplan alicaídos, y apenas se atreven a dirigirle la palabra. "Pero qué os pasa, para qué habéis venido, qué me queréis decir"—y es que la escena de la bienvenida a Marcel es la expresión de un deseo o un delirio: en realidad su avión se ha estrellado: ha muerto— eso le dicen sus amigos mientras ella aúlla viendo la habitación vacía, y corre llorando por el pasillo para salir —una transición inmediata, imposible, —directamente ante los focos a la escena del concierto, a enseñarle al público, en vivo, el espectáculo de sus emociones.

Ahí sigue el show, en las canciones y ahora también en la pantalla: viviendo el momento y huyendo hacia delante, une folle farandole, pero con el pasado a cuestas. Como todos, pero más. ¿Dejarlo atrás, al pasado que nos ha hecho lo que somos? Ya querríamos—pero de eso, rien de rien. Quién va a cuidar si no a los fantasmas. Nos volverán en flashback.



 

 


 
Un buen año  

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