La vida de los otros
Las películas sobre fisgones, curiosos y espías, en especial las que incluyen a un personaje que contempla a otros desde la oscuridad, convirtiéndolo en espectáculo inconsciente, son altamente cinematográficas, pues añaden a la situación del personaje (o a la del espectador) la intensidad reflexiva de la propia situación de percepción de la película, situación voyeurística que nos coloca en situaciones de percepción privilegiadas e ideales, en las cuales nunca deberíamos haber estado. Así esta película tiene en común cosas con Peeping Tom, con La ventana indiscreta, con Retrato de una obsesión (aquella de Robin Williams en la tienda de fotos)—además de con todas las películas de espías e identidades secretas que colocan al espectador en un punto de vista privilegiado, en esa ventanita casi omnisciente junto al tapado, o al espía, desde la que se sabe quién es quién mientras los demás vagan por los errores del orden público creyendo que las gentes son quienes son.
La historia la resumo: un agente de la Stasi, funcionario simplista, gris y falso como el propio régimen al que sirve, recibe el encargo de espiar a un escritor, todo porque la novia del escritor le gusta al ministro y quiere quitarlo de enmedio. Entre la mala conciencia de su papel corrupto y el contacto secreto con el mundo de los artistas (Brecht, el músico autor de la partitura dedicada a un hombre bueno...) y se va humanizando—un poco como el monstruo de Frankenstein en la novela, aprendiendo a medida que escucha, eavesdropping, captando lo que sería la decencia y una vida más plena que la que él tiene (es patética la escena en su piso con la prostituta). Así que cuando se entera de que en efecto puede hacer arrestar al escritor, que ha publicado en Occidente un artículo comprometedor con seudónimo, falsifica el informe, no da cuenta de lo que realmente escucha por los micrófonos ocultos, y hasta oculta las pruebas corriendo riesgos considerables.
El asunto cuesta, no obstante, la muerte a la amante disputada entre el ministro y el escritor. Era una actriz un tanto vendida a su carrera, lo cual si se suma a lo que invitaba el régimen a venderse, la lleva a escenas realmente abyectas, primero dejándose violar por el ministro en aras de su carrera, y luego haciéndose confidente de la Stasi. Pero la vergüenza propia la lleva a suicidarse, al parecer, saltando delante de un camión—un sacrificio inútil pues el espía le dice mientras muere que había ocultado las pruebas que ella acababa de revelar (la máquina de escribir incriminatoria). Como la tinta roja de la máquina, la huella de la sangre de la actriz queda impresa en el último informe redactado un minuto después por el espía.
Estos informes son leídos años más tarde por el escritor, en una Alemania unificada que ha desclasificado los documentos de la Stasi. Allí descubre que el hombre encargado de espiarlo corrió riesgos ocultando los informes—y le dedica una novela, con el título de la pieza musical que les había emocionado a los dos, "Sonata para un hombre bueno". Termina la película con el oscuro funcionario, ahora repartidor buzonero, comprando la novela y descubriendo la dedicatoria. Quizá para no desilusionarse, el escritor decidió no abordarlo en persona cuando lo ve un día por la calle, y prefiere dedicarle una novela—posiblemente esta historia u otra parecida. Hay algo un poco ñoño en esa remisión de las verdades y la autenticidad al mundo de la Literatura, como si las más importantes no pudieran decirse cara a cara.
Esta trasposición al mundo del Arte, a una dimensión trascendente y superior, de los conflictos humanos, como modo de darles resolución, también emparenta a la película con una cierta tradición. Se me ocurren novelas en las que el acto de escribir la propia novela era un acto de expiación, como La Dentellière de Pascal Lainé, o Atonement de Ian McEwan. En ellas resulta ser la propia novela que leemos el propio acto de expiación y reconciliación. No es tan reflexiva la situación en esta película (como hubiera sido si la propia película hubiera sido la obra dedicada al gris espía, en lugar de una novela).
Como sucede en otras películas alemanas sobre la mala conciencia nacional (se me ocurre El Hundimiento, de Olivier Hirschbiegel) la película busca la humanidad aun donde era difícil encontrarla, en el corazón del régimen inhumano. Aquí el año es 1984 (—alusión a Orwell, claro, con un Big Brother que responde plenamente a sus pesadillas), y la cosa está reciente. Así que no deja de haber aquí también un ingrediente de auto-reconciliación de Alemania consigo misma (en plan ’hasta en la Stasi podía surgir la decencia’)... lo cual sin duda tiene el inconveniente de poner la lupa en un punto altamente atípico de la Stasi y sus actividades. Una pieza de la máquina decidió volverse persona: sin duda es algo de celebrar, pero ¿ha pasado esto realmente alguna vez? Más típica de estos regímenes parece ser la experiencia contraria, la de ver cómo se renuncia a supuestos ideales mantenidos de boquilla y se pasa abiertamente a abrazar la corrupción y la sumisión abyecta ante el poder.
Un cierto valor histórico (en el sentido del tipismo que según Lukács ha de estar presente en la narración histórica para que no sea falsa) lo daría esta película en tanto que trasfondo de la caída del régimen comunista. Hacia el final, los espías de la Stasi abandonan su puesto donde abrían el correo de la gente al oir por la radio que ha caído el Muro. Se nos deja intuir, quizá, que el muro cayó por la propia insostenibilidad del régimen, minado desde dentro por su falsedad—un ejemplo de la cual hemos visto en directo en la película. Aunque la caída del régimen no fue precisamente debida a la pérdida de fe o a la benevolencia de los hombres de la Stasi. Ni a los artistas y escritores de la RDA.
Así que en lo que tiene de factor corrector imaginario la película produce un cierto efecto de falsedad o de special pleading. Aunque son suficientemente creíbles, por desgracia, los muchos servilismos y bajezas que retrata en el trasfondo de la historia. Especialmente siniestra es la escena del chiste en la cantina. Un jefe de la Stasi pilla a un subordinado contando un chiste contra el gobierno, y le obliga a terminarlo con falsa camaradería. Luego lo aterra diciéndole que este es el fin de su carrera, etc. Y cuando lo tiene acoquinado, dice: "jaja, era broma, hombre", y cuenta él un chiste aún más fuerte sobre el jefe del Partido. Pero luego vemos al empleadillo destinado a un mal puesto en efecto: ahí se ve en claro la falta de criterio, la arbitrariedad y la ley del embudo que impera en los sistemas autoritarios, donde todo el mundo ha de estar vigilado hasta por sí mismo por la cuenta que le trae, y no hay relación auténtica posible entre las personas, todos sometidos a una inseguridad permanente sobre si están en privado o en público, todos bajo el Ojo Escrutador del Estado. El retrato que da la película de la pobreza espiritual, la cutrez ambiental y la sociedad de pesadilla a que lleva el totalitarismo. Es escalofriante pensar la de funcionarios perfectos que pasaron de servir al régimen nazi a servir al régimen comunista de la RDA- y los que aún continuarán lamiendo pólizas hoy en el nuevo régimen, mientras no les pidan que hagan otra cosa.
La vida de los otros. Dir. Florian Henckel von Donnersmarck. Intérpretes: Ulrich Mühe, Sebastian Koch, Martina Gedeck, Ulrich Tukur, Thomas Thieme, Hans-Uwe Bauer. Alemania, 2006.
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