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Vanity Fea

Qué vergüenza de Academia

En las atribuciones e intereses y acuerdos de la Real Academia Española de la Lengua entra el opinar que debemos beber "güisqui" y usar "cederrones", pero en cambio apoyar un manifiesto a favor del respeto al español como lengua común... lagarto lagarto. Que ahí topamos con la ofensa a los todopoderosos Nacionalistas, y al todooportunista PSOE, y al todoescurridizo PP— y en la Academia son chupatintas, después de todo, que han de estar a tono con el tono falsario de la interpretación que dan en este país a la Constitución todas las instituciones, del gobierno al Parlamento al Tribunal Constitucional. El español estará sano y boyante, pero no parece que sea por el esfuerzo ni el compromiso de la Real Academia.  ¿Yo firmar manifiestos? —dice el presidente de la Academia. —¿De mí o de la Academia que se diga que opinamos algo sobre el papel la lengua española, o que hay alguna causa de nuestra incumbencia? Amos hombre, faltaría más, a ver si se piensan que hemos nacido ayer.

Por mí que los cierren a estos medalleros. Pero son los que suben como la espuma.

Lenguas en guerra

 

2 comentarios

JoseAngel -

No me extraña de García Calvo que esté en contra de toda política lingüistica. Pero haberla va a haberla, y no da lo mismo una que otra, ni da lo mismo mojarse que no mojarse. Como los de la Academia, me parece que "no sabe/no contesta".

Alfonso Ansó -

Por si no lo has leído, te paso el texto íntegro del artículo de opinión de Agustín García Calvo (aparecido en EL PAÍS de hoy, 2 de julio); titulado: "La lengua, señores..."

"Señores: la lengua no es de nadie; esa máquina de maravillosa complejidad que ustedes mismos usan, "con la cual suele el pueblo fablar a su vezino", no es de nadie; no ya la lengua común, que no aparece en la realidad más que como lenguas de Babel, pero ni siquiera una de esas lenguas o idiomas es de nadie, y no hay académico ni emperador que pueda mandar en su maquinaria, ni cambiar por decreto ni la más menuda regla, por ejemplo, de oposiciones entre fonemas y neutralización combinatoria de oposiciones que en ella rijan.


El idioma, máquina maravillosa, desconocida y libre, no es de nadie
La escritura, la cultura, la organización gubernativa, la escolar, las leyes, las opiniones, ésas sí que tienen dueño; y el dueño es el de siempre: el jefe, sus secretarios, sus sacerdotes, la persona que se cree que sabe lo que dice.

Y ésos ya se sabe lo que quieren o necesitan: quieren ordenar el mundo, el mapa, las poblaciones; es el juego terrible de niños grandes, malcriados y simplones, que ha venido arrasando tierras y torturando gentes desde el comienzo de la Historia, en nombre del Ideal; y así siguen queriendo, por ejemplo, que España sea una, que los Estados Unidos sean uno, que Cataluña sea una, que Euskal Herria o Galicia sean una cada una... Da lo mismo: el caso es someter al ideal a todos, dentro de las fronteras que les toquen: que todos sean uno.

Por medio de la escritura y de la escuela, el Poder ha utilizado una y otra vez las lenguas o idiomas para ese fin: tomando en bloque una variedad simplificada del idioma correspondiente, y sin entrar para nada a la maquinaria de la lengua, ha logrado por ley (pero siempre a través de la escuela y la escritura) imponer hasta cierto punto un idioma uniforme dentro de las lindes que los avatares de la Historia le hayan repartido a esa forma de Poder; así impuso Roma en el vasto territorio del Imperio la unidad lingüística, para apenas un par de siglos, mientras los pueblos volvían a hacer de las suyas y deshacían el latín en dialectos innumerables; y hazañas parecidas se han dado luego, en territorios más o menos amplios, como, por ejemplo, la conversión del hebreo, una lengua muerta, en idioma, relativamente uniforme, del Estado de Israel.

En aquello que iba siendo Europa hace unos ocho siglos, los hombres cultos, que hablaban diferentes idiomas o dialectos como lengua cotidiana, trataron de mantener, y mantuvieron durante unos cinco siglos, una lengua común, el latín resucitado por escrito, no sólo para las disputas escolares y científicas, sino también para los tratos internacionales. Pero ya, entre tanto, los Estados modernos, el Español, el Francés, el Inglés, se habían establecido, y preferían volver a repetir, cada cual en su ámbito propio, la empresa del Imperio: la unificación de los varios idiomas y dialectos bajo el mismo ideal; una lengua una para el Estado uno; y en la misma idea les han seguido todas las naciones de cuño estatal, chiquitas o mayores, que tratan de dividirse el mapamundi.

Cierto que el que una lengua, relativamente uniforme, ocupe vastos espacios, tiene sus ventajas, no sólo para los trámites comerciales y administrativos, sino para que, por ejemplo, esta andanada contra los tratantes de lenguas le llegue a más gente que si la escribiera en sayagués; pero la cuenta de lo que con eso gana la denuncia de la mentira en contra de lo que gana la difusión de la mentira, ¿quién, señores, me ayudará a echar esa cuenta?

En fin, lo que el Poder, nacional, autonómico, universal, quiere hacer con las lenguas y la gente, eso cualquiera, si se deja sentir, lo sabe. Algo de vergüenza da que hombres doctos y esclarecidos confundan en un trance como éste los manejos unificatorios de una u otra administración con la máquina, desconocida y libre, de la lengua. Pero tampoco eso debe extrañarnos demasiado, sabiendo y sufriendo, como sufrimos, lo que es la condición de la Cultura y la de la Persona."



"Agustín García Calvo es catedrático emérito de Filología Clásica de la Universidad Complutense de Madrid"