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La República de los maestros

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Había poco público en la jornada. Era un homenaje a los maestros aragoneses asesinados "por el franquismo"—aunque muchos, como mi abuelo, en realidad fueron asesinados antes de que existiera "el franquismo". Y la media de edad de asistentes rondaba los sesenta años. Parece que no hay mucha voluntad de memoria, como ha observado alguno de los ponentes. Y desde luego ningún interés por la cuestión entre los futuros maestros en formación.

Los maestros asesinados en Aragón, ya sea al principio del levantamiento derechista, o tras la victoria de los franquistas, fueron más de cien. Nos han contado los ponentes, desde un punto de vista mayormente izquierdista y republicano, la labor cultural y social de esos maestros en los pueblos, muchos de ellos enfrentados a los poderes fácticos de caciques locales y curas. Había entre ellos mucha conciencia de la necesidad de una profunda reforma social, y fueron activos colaboradores en muchos casos de los partidos y sindicatos de izquierda. Al parecer mi abuelo estuvo afiliado a Izquierda Republicana, el partido de Azaña (ese que quería "triturar a la Iglesia"), aunque en una conferencia de hoy han aludido a él y han dicho que era conocido que era católico—lo cual no impidió que fuese una de las primeras víctimas de su región, denunciado como otros maestros por vecinos reaccionarios, rencorosos y criminales. "Les tenían ganas", dice otro de los conferenciantes.

Los maestros republicanos realizaron un considerable avance en la educación con pocos medios y mucha voluntad y dedicación; fueron agentes de alfabetización y de concienciación social para los derechos de los ciudadanos, además de maestros de escuela. Mi abuelo en concreto cambió su pueblo de sitio, bajándolo del monte hasta el valle y la carretera, y gestionó todas las ayudas y papeles necesarios. Otros muchos daban clases gratis a los mayores analfabetos, en las casas del pueblo y demás. E informaban a la gente de los derechos que les daba el nuevo régimen. No se equivocaba en cierto modo el franquismo al considerarlos agentes activos a favor de la República—y actuó en consecuencia con la mayor brutalidad, siguiendo los planes de Mola de sembrar el terror desde el principio y exterminar a cuantas personas políticamente comprometidas con la izquierda se pudiese. Luego se expulsó en bloque a todos los maestros de sus puestos, y sólo se permitió reingresar a quienes tuviesen buenos informes de curas y demás, y jurasen lealtad al régimen franquista.

Historias terroríficas esconden las guerras civiles, de rencillas entre amigos y familias. Por eso no es extraño que este tema de los asesinatos, castigos y expulsiones no termine de digerirse, y que pase sin transición (o con Transición) del tabú al olvido. Claro que hay una cierta simpatía hacia el tema por parte del gobierno, y subvenciones y jornadas, y muchos esfuerzos ahora por parte de unas pocas voces destacadas (Vicenç Navarro por ejemplo en un documental proyectado aquí, La escuela fusilada). Pero el público está frío, y pasa como digo del silencio al desinterés. Se ha sido doblemente injusto con estos maestros, y con otros represaliados, primero con el tratamiento injusto y criminal que se les dio, y luego no reivindicando adecuadamente su memoria cuando se podía—en aras de la reconciliación, como si la paz social no fuese posible sin la continuación del olvido.

Los maestros de la República llevaron adelante, frente a las estremecedoras limitaciones de su tiempo y contexto, un ideal de educación pública, gratuita, laica, universal, igual para los sexos; una educación crítica y basada en la actitud activa de los alumnos... al menos en los mejores casos. Esa herencia (sin duda un tanto idealizada aquí) la ven olvidada y desperdiciada los conferenciantes: no se ha reconectado con la herencia de la escuela republicana, y no tenemos una escuela a la altura que requerirían esos ideales. Yo quiero pensar que todos estos años se han desarrollado otras cosas también, dentro de nuestras limitaciones: tolerancia, y también conocimiento. Pero sí falta conciencia de la ciudadanía, y quizá de ahí la renuencia de las instituciones a hacer un homenaje—una placa, una historia oficial—que recuerde lo sucedido en cada una de ellas en esos años de infamias, torcimiento de voluntades, y sometimientos obligados. (Por ejemplo, nuestra Facultad de Filosofía y Letras no creo que tenga la menor intención de escribir una historia de sus profesores represaliados).

Y de ahí también la indiferencia de los estudiantes de Magisterio a esta herencia de sus mayores. Casi podría decirse que han boicoteado las jornadas, para vergüenza de nuestra universidad. Y es que nuestro país en realidad tiene la educación que lo retrata. No es un país ni muy amante de lo público, ni de lo gratuito; ni es laico mayormente, ni se cuida mucho de valores universales y derechos ciudadanos, ni es consciente de su historia—a no ser con una mezcla nebulosa de trauma, olvido y frivolidad.


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