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Vanity Fea

Soy leyenda

Antes de que alguien me diga que esta vez me he pasado, aclaro que hablo de la película de Will Smith. Está basada en un clásico de la ciencia ficción (Richard Matheson, I Am Legend). Y pertenece a un subgénero especialmente visible esta temporada: la ficción apocalíptica. Hasta en este blog ha estado de moda el tema: por ejemplo en este post sobre la extinción súbita de los dinosaurios y de los humanos.

También está visible para mí porque me acabo de leer The Road, de Cormac McCarthy, que tiene un planteamiento casi análogo, si bien más realista. Después de una catástrofe nuclear, los escasos supervivientes en un mundo muerto viajan no se sabe donde, a lo largo de una carretera donde el hombre es un hombre lobo para el hombre. Por efecto de la falta de recursos, de la pura necesidad, y de la naturaleza humana.

Más inmediato es el embrutecimiento ambiental en Soy Leyenda, donde un virus ha exterminado al 99% de los humanos y ha convertido a una minoría en monstruos enloquecidos. Y además está Will Smith. O sea, que es una película de zombis (zombis blancos skinheads) porque además sólo salen por la noche. Y ya se sabe lo que dan de sí las películas de zombis, a los que hay que mantener atrancados fuera de la puerta, rematar a golpes crueles, etc. La pura gimnasia de luchar contra estos zombis desplaza el interés central de la película—aunque las escenas de violencia son extraordinariamente efectivas, y no de despreciar. Aunque la película está clasificada para todos públicos, mi acompañanta pasó media película oculta tras las butacas y exigió al salir la devolución de media entrada, pues para ella había media película imposible de contemplar. La tensión se mantiene tanto para Will Smith como para la espectadora oculta tras la butaca. Y donde el guión flojea, eso se hace con trabajo inventivo de dirección y cámara. Muchas escenas, de violencia o no, están filmadas de manera inventiva. Pongamos la escena en que Will ha de matar a su fiel perra, a la que han mordido los perros zombis: se muestra cómo la estrangula sólo enfocándole la cara a él. Y la espectacularidad está asegurada, en un Nueva York invadido por la maleza, con los restos de los últimos embotellamientos y medidas de cuarentena. Pocos saqueos, por cierto.

Esta temática es recurrente en la época moderna, al menos desde El último hombre de Mary Shelley, donde una peste exterminaba a tódios. Es característica del género la sensación de sobreabundancia decadente, con los últimos supervivientes perdidos entre un exceso de bienes de consumo o culturales dejados atrás por el mundo que se va desmoronando. El mundo sin nosotros de Alan Weisman— otro título éste que ha hecho furor en el 2007, hablando de cómo sobrevivirían distintos objetos y artefactos culturales actuales si desapareciese la humanidad. Quizá algunos supervivientes a la Peste Negra que diezmó (es un decir, aunque en algunos sitios no fue un decir) la población europea en el siglo XIV, tuvieron esta sensación de un mundo demasiado amplio y con demasiadas cosas, con poca gente entre muchas tumbas. Pero el tema vuelve insistente en la época napoleónica, ligado quizá al primer shock de superproducción causado por la revolución industrial. Y cruzado con la visión de la exterminación masiva de la guerra moderna—los sitios de Zaragoza, etc. Y el descreimiento de un mundo sin dios. Byron tiene un poema sobre la muerte fría del cosmos.

Vuelve el mito del último hombre con fuerza renovada en el relato de Jack London "La peste escarlata", que a principios del siglo XX narra el desplome de la civilización occidental, a modo de crisis de sistema y revolución, a principios del siglo XXI. Y de ahí a muchas otras versiones del hundimiento de la civilización, holocaustos postnucleares anunciados en la época de la guerra fría… En los años 70 Marvel tuvo su propio comic del último muchacho sobre la tierra (Claro que estos últimos hombres nunca están solos realmente). La crisis del petróleo nos trajo a Mad Max y a sus nuevos bárbaros motorizados en busca de gasolina. Con versiones incontables en años siguientes, como El cartero o Waterworld de Kevin Costner. Hay todo un subgénero de La Ciudad Invadida por las Tribus,, con visiones postapocalípticas de Nueva York. Quizá la imagen más potente en la consciencia colectiva sea la Estatua de la Libertad semienterrada de El Planeta de los Simios. Y en el XXI la visión pesimista no afloja, si nos atenemos a la tremenda novela de Cormac McCarthy.

Presentan ciertos problemas narrativos estas ficciones del último hombre. La tragedia debe tener testigos al margen del héroe trágico (la sola presencia de los espectadores/lectores no parece ser suficiente). Y el tema del último hombre es como digo intratable: siempre ha de quedar la duda de si eres el último o no. Nadie lo sabría realmente, como bien se dice en la novela de McCarthy.

Ahora mismo me hablaba mi padre de los viejos que van quedando en los pueblos abandonados: sólo dos octogenarios quedan en Betés. Un mundo que se acaba, me dice. Hay una buena novela ambientada en Ainielle, pueblo abandonado cerca de Biescas: La lluvia amarilla  de Llamazares, que trata a la vez del fin de un pueblo y del fin de su último habitante—otra historia del último hombre. El último mohicano. Y es que hay muchas experiencias distintas del fin del mundo, y nunca se está tan solo. En La lluvia amarilla hay fantasmas, como en todo realismo mágico. En The Road hay sueños, recuerdos. Flashbacks en Soy Leyenda. Y aparte están los otros, los que ya no son de este mundo y sin embargo están en él, vampiros, bandidos, hombres de las sombras. Y por fin, como señal de esperanza para la clausura, the good guys, los iguales, los que garantizan la continuidad de la vida y hacen que el final del relato no sea el final del cosmos. Es como digo curioso que (casi) ningún relato del último hombre lo presente realmente como el último.

La plaga exterminadora viene a ser en última instancia sólo una severa lección, por un camino erróneo que se emprendió, y la humanidad ha de empezar de nuevo. El Diluvio. El relato que comienza con el fin del mundo (humano, occidental, tradicional…) y abocado a la extinción total, termina con un gesto de esperanza, con el establecimiento de una nueva comunidad, descubrimiento de otros supervivientes, un nuevo comienzo. Es decir, el relato comienza con un final, y termina con un comienzo. Como en todo Apocalipsis, hay un nuevo cielo y una nueva tierra. Y un Nuevo Hombre. Se anuncia un nuevo ciclo de la historia humana. (Last and First Men, fascinante especulación futurista de Olaf Stapledon).

Esto aparece sólo apuntado en algunas versiones (como El último hombre). En otras, como en La peste escarlata o la memorable Earth Abides, de George R. Stewart, se nos presenta una teoría de la decadencia y resurgimiento de las civilizaciones. Un poco a la manera del pensamiento clásico, o más bien de su reelaboración en la obra de Vico (Scienza Nuova) que postulaba una teoría protoevolucionista de la cultura, pero no enraizando la naturaleza humana en los animales (lo cual hubiera sido darwinista) sino imaginando sucesivas épocas de decadencia, embrutecimiento y nuevo florecimiento de la civilización. El narrador intradiegético de La peste escarlata, Granser, único testigo vivo de la gran plaga, habla a sus nietos de un mundo desaparecido que a ellos les parece pura ficción. El lenguaje decae, y el conocimiento y la conceptualización; el mundo va degenerando a la época tribal o de las cavernas. Granser ha rescatado una biblioteca, con la esperanza de reconstruir la civilización humana, pero en su vejez le puede la desesperación, y ve como un ciclo estúpido y vicioso esta secuencia inevitable de épocas de civilización y barbarie. Pues la naturaleza y circunstancias humanas tienen un límite: la superpoblación y la dinámica social tienen un límite, y con ellos se topará la humanidad una y otra vez.

En Earth Abides, la perspectiva es similar. Como en La peste escarlata, también es una plaga la que ha acabado con la práctica totalidad de la humanidad. El énfasis recae en la supervivencia en un world without us, con abundantes recursos, comidas enlatadas y coches, pero sin habitantes. La reconstrucción precaria de una comunidad con un puñado de supervivientes. Pero pasadas unas décadas, la población ha aumentado, hay pequeñas tribus, y se han ido borrando las huellas de la cultura occidental. El protagonista, uno de los escasos inmunes, es ahora el patriarca de la tribu, leyenda viva, un dios primitivo sobre la tierra para su tribu, y es en la última escena una especie de ídolo senil transportado entre la maleza por sus descendientes, nuevos pieles rojas de una América que ha invertido el proceso de europeización.

Es éste un final muy tentador para el imaginario profundo americano, para la mala conciencia de la nación —ver las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury para otras alegorías del retorno de los indios exterminados. La Peste Escarlata también es en cierto modo el retorno del Piel Roja (celebrado con ambivalencia por Jack London, ese admirador horrorizado de la llamada de lo salvaje).

El final de Soy Leyenda se encamina en otra dirección. Aquí también se reconstruye la comunidad de supervivientes. (No con Will Smith entre ellos, aunque su leyenda perviva). Pero no hay regresión total de la cultura. Los supervivientes viven en un pueblito de Vermont nada menos, rodeado de muralla y defendido con armas automáticas—pero lo que hay dentro es la clásica pequeña comunidad ideal americana, el mito colonial ideal—una comunidad básicamente blanca, rural, y agregada en torno a la iglesia. Back to Basics, el lema vendido por Reagan/Bush a la imaginación americana.

El mal surge en la película como resultado accidental de la manipulación genética. Una científica descubre una vacuna contra el cáncer modificando un virus. Y provoca sin buscarlo una pandemia universal que extermina a casi todos, y enloquece a la mayoría de los supervivientes. Conocida es también la oposición de cierta derecha americana a la experimentación con los límites de lo permisible en medicina. Y la película también sigue, sorprendentemente, la genocida convención de Hollywood de que hay que matar al negro bueno, como al malo. Lo que me parece francamente exagerado es que Will Smith se apunte a esta convención.

Naturalmente una película de ciencia ficción no traduce ni alegoriza punto por punto un programa político ni un conflicto ideológico o pol,ítico real. Más bien trabaja (de modo un tanto insidioso, podría decirse) creando analogías subliminales, fusionando de manera tendenciosa situaciones y símbolos, y jugando con temores subyacentes y estereotipos desplazados. Pero a veces las líneas ideológicas generales emergen con claridad meridiana en el argumento.

Por ejemplo, el rescate de Dios. En principio, Dios no existe: está refutado por el tratamiento que ha dado a los humanos. No se ve muy bien el por qué de esta refutación: Dios siempre ha matado a los individuos, todos y cada uno de ellos, aunque ha conservado a su Pueblo—aunque consista en una sola persona. Pero en fin, la película vuelve a las argumentaciones clásicas de las teodiceas, justificando los Actos de Dios por terribles que parezcan. Aquí Will Smith ha perdido la fe, sobre todo por la muerte de su familia, pero al final la recupera con una comunicación del más allá. Aunque los miles de millones que murieron tengan otra opinión de Dios, oye: quien cuenta el cuento es quien sobrevive, y  ese siempre deduce que Dios le ha ayudado. La película se traga ese razonamiento sin parpadear.

La brasileña que lo rescata de los zombis (bastante implausiblemente por cierto) es una mensajera de Dios. Sabe que existe la comunidad de Vermont no por la radio ni otro tipo de mensajes humanos, sino porque Dios se lo ha dicho. Así, con dos pelotas, información que resultará precisa y fiable. La película nos coloca, para refutarnos mejor, en el punto de vista de Will Smith cuando niega esta posibilidad—y seguidamente descubre en un tatuaje de la chica una señal de su hija difunta, que antes de morir le había hecho el signo de una mariposa (el alma inmortal)—y una mariposa es el tatuaje. Las marcas en el cuerpo no mienten—véase la Poética de Aristóteles al respecto. Y la transformación de Will es inmediata: su conversión a la Fe le lleva a sacrificarse para salvar a la brasileña (y de paso a su recién descubierta vacuna contra la rabia zombi).

Está bien el sacrificio del héroe, eso de que no sólo esté dispuesto a dar su vida sino que de hecho la pierda de verdad. Es estadísticamente probable, pero observemos que no se ve mucho en Hollywood—y aquí coincide sospechosamente con la necesidad de evitar un coito interracial, otra eterna convención de Hollywood. Se me dirá que la difunta esposa de Will Smith era ambiguamente blanca—pero es precisamente la difunta esposa. Y hasta la prole se extermina. A veces las lecciones de Hollywood son pasmosamente transparentes. Con una brasileña no anglosajona bien le podían haber permitido un extra, pero nada. Claro que ésta también parece monja seglar.

En fin, que Will Smith será leyenda, pero la pequeña comunidad WASP estará libre de sus genes. El Nueva York complejo, la urbe problemática e interracial, globalizada, industrializada y multimediada se ha colapsado, y el sueño de Hollywood nos promete un futuro en forma de pueblito idílico de Nueva Inglaterra. Bien. La película da con una mano y quita con la otra, a la manera de los géneros populares histeroparanoicos. Los zombis blancos eran como skinheads linchanegros persiguiendo a Will Smith, y al final comunidad blanca tenemos.

Otra asociación simbólica histerizada que se añade en esta sopa asociativa estimulada por la ciencia ficción es el fundamentalismo antiamericano. Los zombis son seres enloquecidos, con los que no se puede razonar, son vidas gastables sin cuenta, carne de cañón que se autodestruye a cabezazos, bombas humanas vivientes. Son el Otro abyecto. Son por tanto también una visión de pesadilla de un Occidente entre los escombros, dominado por seres irracionales que se "autoinmolan" como se suele decir, masas sanguinarias cuyo credo está más allá de nuestras posibilidades comunicativas—y en última instancia, malas bestias a las que hay que exterminar ya que no hay vacuna para curarlos. Es decir, que la película también utiliza los temores internalizados al terrorismo suicida, que lleva al americano a enclaustrarse en su fortaleza y a usar generosamente el rifle. (La Asociación de Charlton Heston también parece haber subvencionado esta producción).

Todo esto puede llevarse a cabo eficazmente en términos cinematográficos. Y se hace una buena película de género, y funciona el ritmo. Cuando flojea realmente la cuestión es cuando la abyección parece salirse de madre y contaminar al propio protagonista—aunque supongo que semejante intercambio de papeles es inevitable en este tipo de producciones histéricoparanoicas. Este flojeo afecta también al personaje cinematográfico de Will Smith el actor, problemáticamente encajado en sus avatares a través de los géneros, de gracioso a poli superhéroe, papi imbatible y ahora encima candidato póstumo al Nobel de medicina.

Smith es aquí a la vez un militar de alta graduación y un científico—es el que siembra dudas al principio sobre la eficacia de la vacuna contra el cáncer, y el que acabará descubriendo la curación de la plaga. Pero también es llanero solitario, hombre de familia traumado por la pérdida. Se comunica con su perra. Les habla a los maniquíes (presencias semihumanas inquietantes y fantasmales). Ve películas, y se sabe Shrek de memoria. Hace experimentos con ratas y zombis capturados. Caza ciervos neoyorkinos. Huye de las bandas de neonazis. Tiene que hacer de chistoso y de forzudo, y de científico con la otra mano, ya casi no llega. Está ocupado, desde luego, pluriempleado. Lleva un control racional organizado, emite mensajes de ayuda a posibles supervivientes. Pero cuando aparecen éstos (la brasileña y un niño) está al borde de la crisis—se nos dice. Lo que vemos es que de repente pasa a ser un negrata de la calle, posiblemente peligroso, violento, impulsivo, poco racional, que les hace temer por su seguridad. Un tipo con lenguaje primario, y prioridades comunicativas mal puestas. Una escena mal llevada, o malintencionadamente llevada. Estúpida para un actor negro, vamos.

Y más inversiones abyectas: si los zombis son islamistas fanáticos, terroristas suicidas, es sin embargo Will Smith el que más directamente encarna el papel de hombre bomba, al lanzarse contra ellos empuñando una granada. Se vuela a sí mismo y los vuela, para salvar el futuro, claro. Y sin embargo, es una sospechosa apropiación de un gesto suicida que en otras películas recientes (Cartas de Iwo Jima) se reservaba para mentes muy equivocadas. ¿Será que hay algo muy equivocado en este sueño de la renovación de las esencias de América, con abyecciones conglomeradas, con Dios de nuestro lado y manteniendo a los infrahombres a raya?

 

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Soy Leyenda. Dir. Francis Lawrence. Basada en la novela de Richard Matheson. Reparto: Will Smith, Alice Braga, Dash Mihok, Salli Richardson. USA, 2007.
http://www.soyleyenda-es.com
 

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