En la socialización primaria no existe un problema de identificación. No existe una elección de otros significativos. La sociedad presenta al candidato a la socialización un conjunto predefinido de otros significativos, a los que ha de aceptar como tales sin posiblidad de optar por otro arreglo. Hic Rhodus, hic salta. Hay que arreglárselas con los padres con los que el destino ha obsequiado a uno. Esta desventaja injusta, inherente a la situación de ser niño, tiene la consecuencia obvia de que , aunque el niño no es simplemente pasivo en el proceso de su socialización, son los adultos los que establecen las reglas del juego. El niño puede jugar el juego con entusiasmo, o con resistencia hosca. Pero, ay, es el único juego al que se juega. Esto tiene un corolario importante. Ya que el niño no tiene elección a la hora de seleccionar a sus otros signficativos, su identificación con ellos es casi automática. Por la misma razón, es casi inevitable que interiorice la realidad particular de ellos. El niño no interioriza el mundo de sus otros significativos como un mundo posible entre otros. Lo interioriza como el mundo, el único mundo existente y concebible, el mundo tout court. Es por esto que el mundo interiorizado en la socialización primaria está mucho más firmemente atrincheraoa en la consciencia que los mundos interiorizados en socializaciones secundarias. Por mucho que se debilite la sensación original de inevitabilidad a lo largo de desencantos sucesivos, el recuerdo de una certidumbre que jamás se ha de repetir—la certidumbre del alba primera de la realidad—se adhiere todavía al primer mundo de la infancia. La socialización primaria lleva a cabo, por tanto, lo que (visto retrospectivamente, claro) puede considerarse como el engaño más importante que la sociedad le vende al individuo: hacer que aparezca como necesario lo que de hecho es un amasijo de contingencias, y hacer de ese modo que adquiera sentido el accidente de su nacimiento. (154-55)
Las creencias y ritos religiosos suelen ser víctimas tempranas de estos ejercicios de desilusión. Muchos estiman que es de buen tono mantener la ficción social de la religión aunque no se crea en ella. Y es una postura que tiene su justificación, porque una vez se empieza a desmoronar la solidez del mundo recibido de la infancia, no está claro dónde se puede trazar un límite a su potencial disolución. Si el infierno, y luego el cielo, resultan ser ilusiones, no tarda en seguirles la tierra, no tan sólida como parecía una vez se la examina de cerca. Y tampoco resultan ser espejismos más sólidos, desde luego, la sustancia misma del sujeto que reflexiona, y la del del nuevo mundo social que le rodea y que ha ocupado, más precariamente, el lugar de las antiguas certidumbres. La filosofía, entendiendo por tal la crítica y disolución de los mitos heredados, nos lleva a habitar en un mundo extraño e incierto, donde ni el pensamiento, ni nada más, puede tomar asiento.
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