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País de impostores

martes, 12 de mayo de 2015

País de impostores

En su última novela de no ficción, El impostor (Random House, 2014), Javier Cercas cuenta la historia de Enric Marco, ese personaje que se inventó un pasado de resistente antifranquista y de superviviente de los campos de concentración nazis, el represaliado modelo, convertido en líder sindical primero y activista social luego, a caballo de su supuesto pasadohasta ser espectacularmente desenmascarado. Marco es un personaje inquietante para la parte de impostor que todos tenemos, pero Cercas va más allá al compararlo con el mito nacional, Don Quijote, para convertirlo en un caso peculiarmente español, en el síntoma y emblema de un país de fabuladores e impostores.

La herencia del franquismo es cuestión fascinante precisamente por lo tabú del tema y por la mala conciencia que despierta—o por las tendencias a la fabulación que alienta. Aquí hay una visión desde el extranjero que parece responder a la percepción más común—Tobias Buck, Facing up to Franco.

Por el otro lado, apologistas del franquismo o defensores públicos no los hay tan apenas, y por eso tiene su interés la perspectiva de Pío Moa, en el sentido de que aunque es ciego o miope para el tipo de cosas que dice Buck, sí se permite señalar otras cuestiones que el antifranquismo generalizado ignora. Aquí hay una entrevista sobre su libro Los mitos del franquismo. Pío Moa tiene la gracia (maldita la gracia, para muchos, pues Moa es lo más parecido que tenemos hoy a un chivo expiatorio nacional, él en vida y Franco muerto), la gracia, digo, de que era antifranquista radical de armas tomar en tiempos de Franco, cuando toda España era franquista; y hoy en cambio es de los pocos que presentan el otro lado de la cuestión, hasta el punto de cantarle loas al régimen. En fin, in medio veritas, supongo.

Otra cuestión interesante a comentar es que el libro de Cercas parece referirse muy explícitamente a España como impostora, y algo de eso hay, pero admite una lectura más entre líneas (y por ello más sugestiva) según la cual en un país de impostores, que disimulan su pasado de aquiescencia mansa con el franquismo, hay uno que destaca en especial: Cataluña, haciendo gala particular de opresión. O dos, ya saben. Según esta lectura Enric Marco, antaño Enrique Marco, sería portavoz y modelo de impostores en tanto que síntoma y símbolo de la impostura catalana, país de mentira (y España profunda por tanto), reescribiendo su historia e inventando su identidad, al precio de encubrir gran parte de la realidad.

Pero juzquen Vds. Así acaba el capítulo 9 de El Impostor:



el impostor


Una última cosa. Antes dije que quizá don Quijote y Marco sean dos novelistas frustrados y que, si hubiesen escrito lo que habían soñado, tal vez no hubiesen intentado vivirlo; también dije o insinué que lo que don Quijote o Marco quieren no es convertir la realidad en ficción sino la ficción en realidad: no escribir una novela sino vivirla. Ambas hipótesis no son incompatibles, pero la segunda me parece superior a la primera.

Don Quijote y Marco no son dos novelistas frustrados: son dos novelistas de sí mismos; nunca se hubieran conformado con escribir sus sueños: ellos quieren protagonizarlos. A los cincuenta años de edad, don Quijote y Marco se rebelan contra su destino natural, que es, pasada ya la cumbre de la vida, darse por satisfechos con lo que han vivido y prepararse para la muerte; ellos no condescienden, no se resignan, no se someten, ellos quieren seguir viviendo, quiern vivir más, quieren vivir todo aquello que nunca vivieron y siempre soñaron con vivir. Y están dispuestos a todo para conseguirlo; a todo significa a todo: también, a engañar al mundo haciéndole creer que son el gran don Quijote y el gran Enric Marco. Entre la verdad y la vida, eligen la vida: si la mentira da vida y la verdad mata, ellos eligen la mentira; si la ficción salva y la realidad mata, ellos eligen la ficción. Auque elegir la ficción suponga negar que hay cosas que se pueden hacer en las novelas pero no en la vida, porque las reglas de las novelas y las de la vida son distintas; aunque elegir la mentira suponga transgredir un principio básico de nuestra moral e incurrir en el "vicio maldito" de Montaigne, en la bajeza y la agresión y la falta de respeto y la violación de la primera regla de convivencia entre humanos, que consiste en decir la verdad. Como el pájaro de un verso de T.S. Eliot, Nietzsche observó que los seres humanos no podemos soportar demasiada realidad y que a menudo la verdad es mala para la vida; por eso abominaba de nuestra pequeña moral pequeñoburguesa, de nuestra ética mezquina de gente respetable que respeta la verdad o que piensa que la verdad es respetable, y elogiaba las grandes mentiras que afirman la vida. Huérfanos de remordimientos y mala conciencia, don Quijote y Marco aparecen, así, como héroes nietzscheanos: no inmorales ni amorales, sino extramorales. ¿Lo son? ¿Es ésta la forma inesperada y grandiosa en que Marco se nos convierte en un héroe? ¿Es Marco un héroe moral o extramoral, un rebelde luciferino no sólo contra las imposiciones de la moral burguesa, sino contra las imposiciones de la realidad? ¿Es ésta la forma en que, después de haberse pasado la vida diciendo Sí y estando con la mayoría, inesperadamente Marco dijo por fin No y se alineó con la minoría?

Me gustaría responder sí. Respondo: sí, aunque sólo en parte. Marco se inventó un pasado (o lo adornó o lo maquilló) en un momento en que, alrededor de él, en España, casi todo el mundo estaba adornando o maquillando su pasado, o inventándoselo; Marco reinventó su vida en un momento en que el país entero estaba reinventándose. Es lo que ocurrió durante la transición de la dictadura a la democracia en España. Muerto Franco, casi todo el mundo empezó a construirse un pasado para encajar en el presente y prepararse el futuro. Lo hicieron políticos, intelectuales y periodistas de primera fila, de segunda fila y de tercera fila, pero también personas de todo tipo, personas de a pie; lo hizo gente de derechas y gente de izquierdas, unos y otros deseosos de demostrar que eran demócratas desde siempre y que durante el franquismo habían sido opositores secretos, malditos oficiales, resistentes silenciosos, o antifranquistas durmientes o activos. No todo el mundo mintió con la misma pericia o descaro o insistencia, por supuesto, y pocos llegaron a inventarse del todo una nueva identidad: la mayoría se limitó a maquillar o adornar su pasado (o a desvelar por fin una intimidad celosamente velada u oportunamente oculta hasta entonces). Pero, hiciera lo que hiciera, todo el mundo lo hizo con tranquilidad, sin desazón moral o sin demasiada desazón moral, sabiendo que a su alrededor todo el mundo estaba haciendo más o menos lo mismo y que por lo tanto todo el mundo lo aceptaba o lo toleraba y nadie estaba muy interesado en hacer averiguaciones sobre el pasado de nadie porque todo el mundo tenía cosas que ocultar: al fin y al cabo, a mediados de los años setenta el país entero cargaba a cuestas con cuarenta años de dictadura a la que casi nadie había dicho No y casi todos habían dicho Sí, con la que casi todos habían colaborado por fuerza o por gusto y en la que casi todos habían prosperado, una realidad que intentó esconderse o maquillarse o adornarse como Marco había adornado o maquillado o escondido la suya, inventando un ficticio pasado individual y colectivo, un noble y heroico pasado en el que muy pocos españoes habían sido franquistas y en el que habían sido resistentes o disidentes antifranquistas muchos que no habían movido un dedo contra el franquismo o habían trabajado codo a codo con él.

Ésa es la realidad: al menos durante los años del cambio de la dictadura a la democracia, España fue un país tan narcisista como Marco; también es cierto, por tanto, que la democracia se construyó en España sobre una mentira, sobre una gran mentira colectiva o sobre una larga serie de pequeñas mentiras individuales. ¿Pudo construirse de otro modo? ¿Pudo la democracia construirse sobre la verdad? ¿Podía el país entero reconocerse honestamente como lo que era, en todo el horror y la vergüenza y la cobardía y la mediocridad de su pasado, y a peesar de ello seguir adelante? ¿Podía reconocerse o conocerse a sí mismo, igual que Narciso, y a pesar de ello no morir por exceso de realidad como Narciso? ¿O fue esa gran mentira colectiva una de las nobles mentiras de Platón o una de las mentiras oficiosas de Montaigne o una de las mentiras vitales de Nietzsche? No lo sé. Lo que sí sé es que, al menos durante aquellos años, las mentiras de Marco sobre su pasado no fueron la excepción sino la norma, y que en el fondo él se limitó a exagerar hasta el extremo una práctica por entonces común: cuando estalló su caso, Marco no pudo defenderse diciendo que lo que había hecho no era más que lo que todo el mundo hacía en los años en que él se reinventó, pero sin la menor duda lo pensaba. Y lo que también sé es que, aunque nadie se atrevió a llevar su impostura hasta donde Marco la llevó, quizá porque nadie tenía la energía, el talento y la ambición suficientes para hacerlo, también en este asunto nuestro hombre—en parte, como mínimo en parte—estuvo con la mayoría.



Justicia poética





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