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Vanity Fea

Bernhard Schlink, EL LECTOR

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23/8/08

Esta novela, de 1995, presenta una especie de apólogo o alegoría del trauma alemán con el nazismo. Es la historia en primera persona de un adolescente que se hace amante precoz de Hanna, una mujer de mediana edad, que súbitamente desaparece de su vida pero dejándolo marcado por la obsesión erótica con ella. La reencuentra años más tarde, siendo estudiante de derecho, como acusada en un proceso contra criminales de guerra nazis, al cual él asiste. Ella había sido guardiana en las SS, y era responsable de haber seleccionado prisioneros para Auschwitz, y más en concreto de haber dejado que se quemasen vivos un grupo de prisioneros atrapados en un incendio, antes que desobedecer sus órdenes y liberarlos. Se comportan allí como dos desconocidos, pero cuando ella es condenada a cadena perpetua él mantiene con ella el mínimo contacto de enviarle (sin más comentario) grabaciones de libros leídos por él. Continuaba así una costumbre del tiempo en que fueron amantes—pero ahora lo hace porque ha caído en la cuenta de que ella era analfabeta, y que algunas de sus acciones inexplicables (como autoinculparse en el juicio) se debían en parte a su determinación de que no se supiese eso. El narrador está permanentemente desconcertado por el lugar de esta mujer, Hannah, primero por el erotismo prematuro aislado del resto de su vida, luego por las acciones desconcertantes de ella y el recuerdo que ha dejado, y luego por la imposibilidad de unificar en una misma persona a la criminal nazi y a la mujer que él amó. Finalmente, tras casi veinte años de cárcel, ella es indultada, y él la visita por primera vez antes de su salida. Ahora es una anciana a la que no reconoce y que le repugna—tampoco sabe qué hacer con ella, aunque está dispuesto a ayudarla al salir. Pero se le ahorra el esfuerzo, al suicidarse ella (también sin explicación) la noche anterior a su liberación. Le ha nombrado, sin embargo, albacea en cierto modo: debe encargarse el narrador de hacer llegar los ahorros de Hannah a una superviviente de entre sus antiguas víctimas. Y ésta, aun desconfiando de un acto simbólico de perdón, acepta que se done el dinero, de parte de Hannah, a una asociación judía de alfabetización—con lo que hay un amago de rehabilitación al final. El narrador visita entonces por primera y última vez la tumba de la que fue su amante nazi.

Al contrario que los nazis conocidos o arquetípicos, ésta Hanna se había interesado (una vez aprendió a leer) por la literatura del Holocausto, y desea que se le acepte algún gesto de arrepentimiento. Es sin embargo muy inexpresiva con toda esta cuestión—vemos también en ella la encarnación de esa banalidad del mal que decía Hannah Arendt, pues hace su trabajo de verduga como simple peón eficaz sin imaginación ni iniciativa ni crueldad especial. Y es la imposibilidad de conjuntar el cuerpo erótico con este personaje lo que marea y desconcierta al narrador.

Hannah y su jovenzuelo amante se convierte así en cierto modo en la encarnación de la herencia Alemania nazi traumando, desconcertando y aturdiendo a las generaciones posteriores de alemanes—pasmados de la manera que bien describe el narrador:


Ya por entonces me llamaba la atención ese aturdimiento, y especialmente el hecho de que no afectara sólo a los criminales y a las víctimas, sino también a nosotros—los jueces, jurados, fiscales o meros espectadores encargados de levantar acta, involucrados a posteriori—, cuando comparaba entre sí a los criminales, las víctimas, los muertos, los vivos, los supervivientes y los nacidos más tarde, no me sentía bien, ni me siento bien ahora tampoco. (...) ¿Es ése nuestro destino, enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio: sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad. (99)


A ello se suman los remordimientos de conciencia del narrador por sus traiciones a Hannah: primero manteniéndola al margen de su vida cuando eran amantes, y luego manteniéndose a distancia de ella una vez descubre su pasado:

Pero al mismo tiempo quería comprender a Hanna: no comprenderla significaba volver a traicionarla. No conseguí resolver el dilema. Quería tener sitio en mi interior para ambas cosas: la comprensión y la condena. Pero las dos cosas al mismo tiempo no podían ser. (148).


Quizá Hanna, con sus limitaciones, era no muy distinta de todo el mundo, y por tanto era injusto en cierto modo juzgarla hacia 1970 como si todavía fuese la persona que era una pieza en la maquinaria nazi. En la novela aparece como una víctima a su pesar de un sistema infernal—que le pasa cuentas con años de retraso, cuentas que el narrador ve como necesarias en sus juicios explícitos—pero la novela viene a relativizar más que él la diferencia entre verdugos y víctimas en semejante sistema. Eso se ve de modo simbólico en el bote de té donde guardaba Hanna los ahorros, que se la queda la judía que no acepta el dinero para ella—porque le recuerda a una cajita que tenía en el campo de concentración y le quitaron. "—El bote me lo quedo yo".

Por tanto creo que ocupa un lugar entre las narraciones alemanas que intentan en cierto modo explicar o justificar cómo fue posible el crimen colectivo del nazismo—y hacerlo siempre tiene algo de comprender o disculpar a los individuos que participaron en él, muchos de ellos en gran medida víctimas e instrumentos arrastrados por la corriente, además de responsables, y marcados quieran o no por su puesto en la historia, del cual nadie escapa.

Sophie Scholl

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