El realismo como idolatría
martes 16 de marzo de 2010
El realismo como idolatría
Existe en la tradición teológica medieval, ya procedente de la patrística clásica, una argumentación en defensa del uso de ficciones, recursos literarios, imágenes y lenguaje figurativo en la Biblia. La idea central es que la divinidad no se nos manifiesta de modo inmediato, sino siempre indirectamente, a través de una representación. Así, decía San Pablo, en la epístola a los Corintios, que tal visión indirecta es inherente a la existencia mortal:
Esta línea de razonamiento favorecía la interpretación no literal de la Biblia, y fue influyente especialmente a través de la obra del Pseudo-Dionisio Areopagita, autor de Las Jerarquías Celestiales, a quien siguen y citan muchos ilustres escolásticos como Thomas Gallus, Roberto Grosseteste, o Santo Tomás de Aquino. Sostenía Dionisio que la Biblia muchas veces representa a Dios con signos no congruentes o inadecuados, para así impedir la confusión entre la representación y la realidad. Esta tradición de la teología cristiana formula una idea de un dios trascendente, que no se confunde con sus representaciones. De hecho, sería idolatría el interpretar literalmente la representación, creyendo que Dios tiene barba, o cara, o que los ángeles realmente son como ejércitos celestiales.
Sugiere pues esta tradición teológica una definición semiótica de la idolatría: es idolatría la confusión entre el signo y el objeto significado, cuando el objeto significado es de naturaleza sagrada. Y aparece lo sagrado como modelo de aquello que escapa a la inmediatez y a la presencia, y que no tiene representación que no sea indirecta y parcialmente inadecuada. Es lo que se dio en llamar teología negativa.
Así lo dice uno de los comentaristas del Pseudo-Dionisio Areopagita, Thomas Gallus:
Pero no creo que ninguna persona prudente fuese a negar que las figuras disimilares elevan nuestra mente de modo más eficaz que las similares. Porque la mente torpe podría fácilmente descaminarse por figuras de una naturaleza más preciada, de modo que terminaría pensando que algún objeto tal existe en el cielo en términos literales: por ejemplo, que hay seres con forma humana brillantes y relucientes, vestidos de manera excelente con suntosos ropajes y emitiendo llamas de fuego, que ni queman ni causan daño, sólo porque en Ezequiel se diga que 'su aspecto es como el carbones encendidos,' etc. La mente podría igualmente engañarse cuando encuentra preciosas figuras basadas en la similitud, como las que se encuentran en las Escrituras cuando se designan las inteligencias celestiales" (Extractio de La Jerarquía Celestial, cap. ii).
Otro comentarista del siglo XIII, Roberto Grosseteste, a quien leyó Gallus, dice así, anticipando al Wittgenstein del Tractatus: "Todo lo que sobrepasa nuestro entendimiento debe ser honrado por nuestro silencio" (o sea, que de lo que no se puede hablar, más vale callarse)—y sin embargo, hablan de Dios, aun avisando de la falibilidad e indirección de nuestro conocimiento (nunca nos callamos del todo, sobre lo que no se puede hablar). Así termina Grosseteste su comentario de La Jerarquía Celestial:
En teología de las imágenes, o semiótica sacra, sería pues idolatría la confusión entre la representación y el objeto representado, y por contra es teología fina y sutil una sana consciencia de la falta de adecuación entre los signos y el objeto transcendente que representan.
Y pasamos ahora, dando un salto de siete siglos, a la actual teoría de la mente, la psicología cognitiva desarrollada por George Miller, Robin Dunbar y otros autores, que sostiene que los seres humanos conocemos de un modo más elaborado que otros animales (o que "los" animales)—porque elaboramos representaciones del mundo altamente complejas entre cuyos contenidos están otras representaciones del mundo.
(Así pues, a modo de excurso, podríamos decir que no hay solución simple a a la cuestión de si Dios existe o no, dado que aun si no existe de modo naïf en nuestra representación del mundo, sí existe en otras mentes y en otras representaciones que están incluidas en la nuestra, o en diálogo e interacción con la nuestra si así se prefiere. A esta cuestión como digo no hay solución simple, aunque sí puede haberla simplista).
El hecho de que conozcamos el mundo mediante teorías de la mente complica notablemente los conceptos de realidad y de representación. Aprendemos ya de niños a distinguir entre la realidad y lo que los otros creen que es la realidad, e incluso entre la realidad y lo que nosotros creemos que es la realidad. Experimentos de psicología muestran cómo se desarrolla pronto en los niños la capacidad de pasar de una visión "directa" del mundo a una mediatizada por una teoría de la mente. Así, un niño que ve que alguien no ha visto algún objeto de su entorno se adapta rápidamente en su respuesta ajustando sus interpretaciones a lo que sabe que la otra persona sabe, y a lo que sabe que no sabe.
Ahora bien, leía yo en el libro Stumbling on Happiness, de Daniel Gilbert, cómo esta teoría de la mente se construye sobre la base más intuitiva o primitiva de una percepción sin teoría de la mente. Imaginemos por ejemplo un experimento, en el que hay dos sujetos, uno a cada lado de una estantería, en la que hay tres camiones: grande, mediano, y pequeño. El pequeño sólo lo puede ver el sujeto A, porque ese estante tiene un panel de fondo (los otros no lo tienen). Así, A sabe que hay tres camiones, pero sabe también que B, al otro lado, cree que hay dos camiones. Si B le dice, "dame el camión pequeño", A le dará el mediano, adaptándose a la visión del mundo de B, interpretando lo que "en realidad quería decir". Así se demuestra experimentalemnte, y sin embargo, los experimentos muestran también que antes de centrarse en el mediano, A mira casi imperceptiblemente al camión pequeño. Según Gilbert, el sujeto se comporta como un idealista, adaptándose a la visión del mundo del otro, pero el ojo muesta que eso es una segunda fase, y que el cerebro actúa en primera instancia como un realista naïf. Y bien pensado, quizá no pueda ser de otra manera: nuestras complejas capacidades cognoscitivas humanas son una superestructura que descansa sobre la base de la percepción, acción e interacción que tenemos en común con otros animales más terrenales y menos idealistas.
Lo que la mente hace es (entre otras cosas) transformar las impresiones sensoriales y el mundo percibido en una representación, una representación que no es necesariamente fiel al objeto porque es susceptible de ser interpretada—por otra mente, por ejemplo. Nos acercamos aquí a la cuestión de en qué sentido el realismo ingenuo sería una idolatría, una confusión simplista entre el signo y la cosa representada. Hemos hablado antes de las teologías negativas que evitan la confusión entre la apariencia y la realidad. Pues bien, de modo similar, el idealismo de Platón, y el inmaterialismo de Berkeley, fueron importantes episodios en la desmitologización de lo real y des-sustanciación de la sustancia y de la realidad física del mundo—aun si fue a costa a costa de mitologizar y sustancializar la dimensión de lo ideal.
Para Gilbert, experimentos similares al de la estantería hacen pensar que nunca nos desprendemos del realismo ingenuo, sino que más bien aprendemos a despistarlo, y que incluso como adultos nuestras percepciones se caracterizan por un momento inicial de realismo ingenuo:
Y tenemos que hacerlo constantemente, claro, para ajustar nuestra perspectiva inmediata a otras perspectivas que deben alojarse en ella—las de los otros, a veces perspectivas especializadas, como las de la ciencia, que no se cansa de decirnos que el mundo no es lo que creemos que es (que, por ejemplo, está hecho básicamente de nada). Decía George Miller que "el máximo logro intelectual del cerebro es el mundo real" — pero aquí hay una paradoja, pues si bien el mundo real ya es una construcción en su aparente consistencia que le da el pensamiento naïf, tras ese logro intelectual ha de venir el logro intelectual de desconstruir el mundo, para no confundirlo con lo que parece ser—ni con ninguna de sus representaciones, incluida la científica. Sólo vemos la realidad oscuramente, aunque parezca que la tengamos cara a cara. Y no parece una limitación (si limitación es) que podamos trascender. A no ser mediante la idolatría, nuestra relación directa, a la vez engañosa y auténtica, con lo real.
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