Oscuridad, fracaso, Persona de Porlock
Oscuridad, Fracaso, Persona de Porlock
Me está gustando el último libro de Antonio Muñoz Molina, La noche de los tiempos, sobre los años de la República y guerra civil. Aquí hay una bonita estampa, la de un artista secundario, ignorado, o fracasado, encarnado en la figura de José Moreno Villa. Ahora ya no tiene ambiciones, está viviendo una vida ya como anticipadamente póstuma, aunque aún esperando de la caída de la tarde alguna revelación o última oportunidad... que sin embargo se verá interrumpida o impedida por ese visitante que siempre, procedente de la realidad, hace esfumarse la visión del artista—la Persona de Porlock.
Dalí pronto sería tan rico y déspota como Picasso: nunca volvería a mandarle a él, Moreno Villa, una postal llena de declaraciones de admiración y gratitud y faltas de ortografía, nunca diría su nombre cuando mencionara a los maestros de los que había aprendido, quién fue el primero que le enseñó fotografías de esos nuevos retratos alemanes en los que se recobraba con técnica asombrosa y de una manera plenamente moderna el realismo de Holbein. Tampoco Lorca reconocería nunca su deuda: pero quién había sido el primero en yuxtaponer la expresión poética de vanguardia y la métrica de los romances populares, quién había viajado antes a Nueva York y concebido una poesía y una prosa que se correspondieran con la trepidación de esa ciudad, con el ruido de los trenes elevados y la discordancia de las bandas de jazz. Con la mayor desenvoltura Lorca había dado en la Residencia un recital con poemas e impresoines en prosa sobre Nueva York, ilustrándolo con grabaciones musicales y proyecciones fotográficas: y teniendo sentado en primera fila a Moreno Villa no había mencionado ni una sola vez su ejemplo evidente.
La celebridad de los otros lo volvía invisible; convenía borrar su existencia para que su sombra no se proyectara reveladoramente sobre las caras triunfales de sus deudores. Preferible el retiro, ya que no la magnanimidad. Escribir versos con aquel raro conflicto de fervor y desgana sabiendo que por algún motivo serían refractarios al éxito. Investigar cosas en los archivos que nadie había visitado durante siglos, vidas de enanos y bufones en la corte tenebrosa de Felipe IV, en la de Carlos II. No pensar en todo el trabajo hecho, ni en el porvenir dudoso de su pintura, ni en su probable lejanía de una moda que a él no le importaba, pero que le dolía como una afrenta a todos los años que llevaba dedicados a la pintura sin ningún reconocimiento. No imaginarse a uno mismo pintor: limitar las expectativas, el campo de visión. Concentrarse en el problema relativamente simple, pero también inagotable, de representar sobre un pequeño lienzo ese cuenco con unas pocas frutas. Pero ¿y si en realidad se merecía el lugar mediocre al que se encontraba relegado? Quizás, después de todo, no era que Lorca callara la deuda que tenía con él, sino que simplemente no había leído sus poemas de Nueva York y el libro de prosas sobre la ciudad que había escrito en el viaje de regreso y publicado luego por entregas en El Sol, ante una indiferencia unánime (en Madrid no parecía que hubiera mucho interés por el mundo exterior: llegó al café al día siguiente de su regreso de Nueva York, excitado de antemano por todas las historias que le sería preciso contar, y los amigos lo recibieron como si no hubiera faltado y no le hicieron ninguna pregunta). ¿Y si se había hecho viejo y estaba envenenándolo lo que más le había desagradado siempre, el resentimiento? Con muchos más méritos que él Juan Ramón Jiménez estaba infectado de una innoble amargura, de una obsesiva mezquindad alimentada por cada mínimo desdén imaginado o real que se le hubiera infligido, por cada brizna de reconocimiento que no era dedicada a él, agua sucia que envilecía su luminoso talento. Qué sórdido sería que le faltara a uno no sólo el talento, sino también la nobleza, que se hubiera ido dejando intoxicar sin remedio por el rencor del que se hace viejo hacia los que son más jóvenes, por la vejación de sentirse ofendido por la fortuna celosamente observada de otros que ni siquiera reparaban en él, que lo insultaban por el simple hecho de haber logrado sin apariencia de esfuerzo lo que a él se le negaba, mereciéndolo más. Pero ¿habría querido ser él de verdad como lorca, con su éxito entre folklórico y taurino, con su afición a las fiestas de los diplomáticos y las duquesas? ¿No se había dicho alguna vez a sí mismo que sus modelos secretos eran Antonio Machado o Juan Gris? A Juan Gris no se lo imaginaba resentido contra el triunfo de Picasso, agraviado por su obscena energía, por su histrionismo simiesco, llenando lienzos con la misma prisa con la que seducía y abandonaba mujeres. Pero Juan Gris, solo en París, no ya ensombrecido, sino borrado por el otro, enfermo de tuberculosis, probablemente había tenido en el fondo de su alma una certeza que a él, Moreno Villa, le faltaba, había obedecido a una sola pasión, había sabido despojarse como un asceta o un místico de todas las comodidades del mundo a las que él no sabría nunca renunciar, por modestas que fueran: su sueldo fijo de funcionario, sus dos cuartos contiguos en la Residencia, sus trajes bien cortados, sus cigarrillos ingleses. No era verdad, él no se había retirado del mundo. La iluminación que había estado a punto de recibir mirando el cuenco con los frutos del otoño y la tipografía seductora y vulgar de una revista ilustrada se malograría porque no era capaz de sostener la disciplina exigente de la observación, el estado de alerta que habría afilado su pupila y guiado su mano sobre la cartulina blanca del cuaderno. Alguien llegaba por el corredor, pisando con una determinación casi violenta, alguien golpeaba con los nudillos en su puerta y aunque la visita fuera muy breve él ya no podría recobrar aquel recogimiento brevemente intuido, aquella especie de estado de gracia.
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La llamada a la puerta—
And who—
Who shall I say
Is calling?—
es también un recordatorio de la Interrupción Definitiva. Así lo vio Stevie Smith en su poema sobre la Persona de Porlock:
Stevie Smith - Thoughts about the Person from Porlock
Coleridge received the Person from Porlock
And ever after called him a curse
Then why did he hurry to let him in?
He might have hid in the house.
It was not right of Coleridge in fact it was wrong
(But often we all do wrong)
As the truth is I think, he was already stuck
With Kubla Khan.
He was weeping and crying, I am finished, finished
I shall never write another word of it,
When along comes the Person from Porlock
And takes the blame for it.
It was not right it was wrong,
But often we all do wrong.
(...)
I long for the Person from Porlock
To bring my thoughts to an end
I am becoming impatient to see him
I think of him as a friend
Often I look out of the window
Often I run to the gate
I think, He will come this evening
I think it is rather late.
I am hungry to be interrupted
For ever and ever amen
O Person from Porlock come quickly
And bring my thoughts to an end.
*
I felicitate the people who have a Person from Porlock
To break up everything and throw it away
Because then there will be nothing to keep them
And they need not stay.
*
Oh this Person from Porlock is a great interrupter
He interrupts us for ever
People say he is a dreadful fellow
But really he is desirable.
Why should they grumble so much?
He comes like benison
They should be glad he has not forgotten them
They might have had to go on.
*
These thoughts are depressing, I know (...)
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Sobre el tema del éxito, el fracaso, y la narrativa vital que da forma a nuestra experiencia, hay un interesante artículo en On the Human: "Narrative and Personal Good", de Connie S. Rosati. Quizá las experiencias del éxito y del fracaso, el mismo planteamiento de vivirlos como tales a modo de narración vital, sean eminentemente narrativas y narrativizante. Aquí hay un par de párrafos finales:
I am suggesting that it is, in part—though only in part—through our storytelling that we secure a relatively ongoing relation of fit to our lives and to ourselves as the author/protagonist of those lives. I say only in part, because, of course, the way that we secure a fit with ourselves and our lives is, in the first instance, by doing what it takes to provide the materials from which attractive stories can be constructed. Lives in which we have successful relationships, careers, commitments, and pastimes, not merely at a time, but over time, naturally provide the makings for compelling narratives. So do lives which develop in ways that can be represented in stories of overcoming hardship, of redeeming past mistakes, of steady improvement — lives, that is, with generally uphill trajectories. Part of the reason for this, of course, is that in living such lives, we actually achieve things of value that benefit us; we actually succeed in aims that matter to us. But we also get the benefit that comes of being the controlling authority over ourselves and our lives, of being able to make sense of our lives and to represent them to ourselves as a product, ultimately, of our own autonomous efforts.
If my speculations are on the right track, we can see why our storytelling would be especially important in the face of failure, while contributing to our welfare across the range of more or less successful lives we might find ourselves living. When we have experienced relative success in securing our good—when we have embarked on careers we find stimulating and in which we can find some real success, when our principal relationships are healthy, when we are able to pursue our aims effectively—we will almost automatically thereby have secured a fit with ourselves and our lives; we will have a sense of ourselves as controlling authority over ourselves and our lives. It is when we fall short, when our careers are marred by failure or misfit, our principal relationships are unhealthy, we are ineffective in pursuing our aims, that effort may be needed to prevent ourselves from becoming alienated or disconnected from ourselves and our lives or to restore a connection when disconnect has occurred. I conjecture that it is the effects of our storytelling which I have been describing that psychologists try to exploit insofar as they seek to enable us to be happier autobiographers.
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