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Los trabajos de Hércules

martes 15 de septiembre de 2009

Los trabajos de Hércules


too many books
Estoy leyendo The Renaissance Computer, colección editada por Neil Rhodes y Jonathan Sawday, con estudios que establecen analogías entre el impacto de la imprenta en el Renacimiento y el impacto de la informática hoy en día, sobre todo en lo referente a la organización y accesibilidad del conocimiento. Todo un shock of the new, en ambas épocas, y con más parecidos de los que uno podría suponer en un primer momento. Sobre este tema había un vídeo muy gracioso, ese del "Medieval Helpdesk", del monje que ve un códice por primera vez, él apegado a sus rollos de papiro…

En el capítulo "Towards the Renaissance Computer", Jonathan Sawday comenta sobre Erasmo de Rotterdam y su laboriosos Adagios, que nunca llegaban a su fin. Es algo que me ha hecho pensar en mis propios trabajos de Hércules con el ordenador, y más en concreto con mi Bibliografía de Teoría Literaria, Crítica y Filología.... Esto, tanto en el desarrollo creciente del texto como en el sentimiento de desbordamiento a que da lugar, al menos en el autor… donde dice Erasmo, léase era (yo mi)smo.

Ciertamente sí hubo quienes sintieron la necesidad de algún dispositivo artificial que pudiera llevar el peso de la explosión de saber del siglo XVI. Erasmo, por ejemplo, mientras trabajaba entre libros y manuscritos preparando su enorme colección que se convertiría en los Adagios. De hecho, esta obra es sintomática de la manera en que la letra impresa parecía generar más letra impresa, de maneras que eran ajenas al mundo del manuscrito. Los Adagios de Erasmo aparecieron por primera vez con el título Adagiorum Collectanea. En la descripción de Margaret Phillips, el Adagiorum es ’un volumen delgado, que contiene 818 proverbios, con comentarios de unas pocas líneas cada cual’. De modo deliberado o no, lo que Erasmo había publicado no era un ’libro’ en el sentido convencional del término, sino más bien una concha: tras la aparición del volumen de 1500, la colección se republicó de manera continuada hasta poco antes de la muerte de Erasmo en 1536. Con cada impresión, la colección crecía, y los comentarios se expandían, de modo que el número final de adagios venían a sumar más de cuatro mil a la muerte del autor. En conjunto aparecerían unas 27 ediciones de la obra entre 1500 y 1536, y cada edición es diferente no sólo en forma, sino en sustancia. En miniatura, las colecciones crecientes de Erasmo empiezan a parecerse al tipo de expansión del conocimiento a que nos hemos acostumbrado en el mundo de los ordenadores. Empezando con simples colecciones de sententiae clásicas, Erasmo se había embarcado en un proyecto que le absorbería el resto de su vida. Con cada edición (éstas también desperdigadas por las imprentas de Europa, apareciendo ediciones en París, Venecia, Basilea y Leiden), Erasmo entabló un diálogo con sus propios tiempos, usando el adagio como un vehículo para explorar la historia, el lenguaje y la política contemporánea, además del pasado clásico.

Como una sombra sobre los Adagios, a medida que crecen a principios del siglo dieciséis, pende la sensación de anarquía inminente sentida por el propio Erasmo. En la edición de 1508 de la obra (Venecia)—la edición que se publicó con el título Adagiorum chiliades (’Miles de adagios’)—Erasmo ofreció un largo ensayo autorreflexivo sobre la tarea en la que se encontraba inmerso, bajo el título de ’Herculei Labores’ o ’Los Trabajos de Hércules’. Lo que había venido a descubrir eera que el nuevo medio de la imprenta no había resuelto el problema del almacenamiento y recuperación de la información. Cierto, la imprenta había hecho posible dispersar la información, y así había hecho posible construir una obra del tipo de los Adagios, que con cada reimpresión sucesiva proporcionaba cada vez más información. Pero el inmenso impedimento que se encontraba en el camino del estudioso ya no era meramente el enorme volumen del material que había que abarcar. Más bien, la tecnología, la tecnología de la imprenta, aun después de menos de sesenta años, estaba resultando inadecuada para la tarea que Erasmo se había autoimpuesto.

Describiendo la organización posible de la enorme colección, Erasmo vio que ’sería posible disponer el libro en algún tipo de orden, si uno siguese un plan de semejante y diferente, de concordancia y contradicción, si introdujese muchísimos subtítulos, y clasificase cada proverbio en su lugar’. Aquí, Erasmo parece estar anticipando los sistemas ideados por Ramus en la segunda mitad del siglo XVI. Sin embargo, en lugar de imponer tal sistema formal, lógico, a su propio material, Erasmo prefirió permitir que su colección creciese de manera orgánica. ¿Por qué fue así? ¿Por qué no introdujo Erasmo algún tipo de orden o sistema clasificador en su colección?

[También a mí me dicen por qué hago mi bibliografía en archivos de texto, y no en programas de ficheros y tratamiento de datos…]

La respuesta, que desarma en su franqueza, tiene que ver en parte con el aburrimiento, el suyo y el del lector: ’si dispusiese todas las observaciones de la misma naturaleza en la misma clase, la monotonía resultante aburriría tanto al lector que le pondría enfermo’. Pero más que esto era la mera falta de adecuación del medio mediante el cual se presentaría la colección al mundo. La letra impresa aspiraba a la fijeza, y un sistema clasificador subrayaría la sensación de fijeza, o de compleción, de la colección impresa. El resultado de la tremenda labor de Erasmo era que ya no creía en semejante fijeza:

’Me echó para atrás la inmensidad de la obra. ¿Por qué ocultar el hecho? Veo que no podía hacerse sin rehacer todo el libro de principio a fin, y que no podía pensar en publicar hasta que se hubiese añadido el último párrafo; se necesitarían los nueve años de Horacio. Pero siendo las cosas como eran, podía añadir cosas incluso durante la impresión, si llegaba a las manos algo que no había que dejar fuera’.


En otras palabras, Erasmo había decidido subvertir el medio mediante el cual su obra se presentaría al mundo, ’añadiendo cosas incluso durante la impresión’. Esta afirmación nos proporciona una clave sobre cómo leer las colecciones de Erasmo, así como otras colecciones renacentistas que parecían crecer de una forma tan desproporcionada, especialmente a finales del período: los ensayos de Montaigne o La Anatomía de la Melancolía de Robert Burton. Puesto que Montaigne y Burton eran, como Erasmo, proclives a publicar su obra en forma provisional. En el caso de la Anatomía de la Melancolía, por ejemplo, el texto de Burton se iba a expandir entre la primera edición (1621) y la sexta (1651) en unas 160.000 palabras, o justo más del 30%. En otras palabras, el libro impreso ya había empezado a fallarle al filósofo natural del Renacimiento que, examinando la plenitud tanto del mundo escrito como del natural, vio que lo que se necesitaba ahora no era la estabilidad de la imprenta, sino algo mucho más efímero, más provisional. Lo que Erasmo tenía era la nueva tecnología de la imprenta. Lo que ya sabía que necesitaba era un ordenador.


En cuanto a mí, yo no sé qué necesito, la verdad—seguramente abandonar las labores bibliográficas. En la primera versión que imprimí de mi Magna Bibliographia, hace dieciocho años, estrictamente limitada a la teoría literaria, la bibliografía tenía unas 20.000 referencias, y ocupaba dos volúmenes muy gruesos—pero mucho, digo. Ya sólo había sido posible hacerla gracias al ordenador, claro. Y enseguida pasó a la Red, en 1995; debo tener algún récord local en eso.

Pero desde su primer avatar electrónico ha crecido ya no digo un 100%, sino más bien un 2000% o más. Hace siete años, para la Infausta Oposición a cátedras, hice una impresión parcial que me costó dios y ayuda, adaptando el formato "internet" de los archivos para poder encuadernarlo. Por entonces me salían más de cuarenta volúmenes "virtuales"; de esos imprimí sólo veintiséis volúmenes, tamaño tesis cada uno, de lo que era la parte más estrictamente filológica, pues para entonces ya la había expandido para abarcar (sin apretar) otros asuntos culturales, históricos, artísticos y científicos. Pero bah, por entonces aún cabía todo esto en un par de estantes de metro veinte.

Y ahora… pues realmente no sé cuántas páginas tendría la bibliografía, ni cuantas referencias contiene. Sin contar las que tengo a la espera, que en muchos casos será espera eterna, de ser introducidas. Tiene, eso sí, cientos de megas de "sólo texto", y varios miles de archivos, unos de una página, otros de cincuenta. Probablemente demasiada bibliografía, un maremágnum inabarcable para el lector y para el autor. Y a la vez siempre demasiado poco para quien busque información sobre un tema específico, pues por gorda que sea la bibliografía, evidentemente no es exhaustiva. Aunque a mí me deje exhausto.

Y aunque provoque crisis de sobreinformación, o de ruido informativo, o de la conjunción de un exceso de información, por un lado, y de falta de suficiente criterio para su gestión, por otro. Los ordenadores agudizan este problema, que ya atacaba antes con la proliferación de libros escritos, y las bibliotecas infinitas. Ayer precisamente colgaba un comentario relacionado con el tema, con la desorientación y ansiedad provocada, ya hace años, por el exceso de publicaciones de teoría literaria ("Novedad en teoría literaria y la ’anxiety of theory’"). Con Internet y los ordenadores, lo que nos falta por leer, y por escribir, se multiplica hasta el infinito.

Me despido por hoy del tema con una "Nota sobre el Autor" que le puse a la bibliografía hace unos años:

’Personas así, como este don José, se encuentran en todas partes, ocupan el tiempo que creen que les sobra de la vida juntando sellos, monedas, medallas, jarrones, postales, cajas de cerillas, libros, relojes, camisetas deportivas, autógrafos, piedras, muñecos de barro, latas vacías de refrescos, angelitos, cactos, programas de ópera, encendedores, plumas, búhos, cajas de música, botellas, bonsáis, pinturas, jarras, pipas, obeliscos de cristal, patos de porcelana, muñecos antiguos, máscaras de carnaval, lo hacen probablemente por algo que podríamos llamar angustia metafísica, tal vez porque no consiguen soportar la idea del caos como único regidor del universo, por eso, con sus débiles fuerzas y sin ayuda divina, van intentando poner algún orden en el mundo, durante un tiempo lo consiguen, pero sólo mientras pueden defender su colección, porque cuando llega el día en que se dispersa, y siempre llega ese día, o por muerte o por fatiga del coleccionista, todo vuelve al principio, todo vuelve a confundirse.’

(José Saramago, Todos los nombres) 
 
 
 


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