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El pasado retroactivo

domingo 13 de junio de 2010

El pasado retroactivo


Voy leyendo desde hace años, a ritmo lento, libros sobre historia española reciente. El último que ha caído ha sido Guerra Civil: Mito y Memoria, editado por Julio Aróstegui y François Godicheau. Es un volumen bastante iluminador, en general poco sectario ni simplista. Comienza con un artículo interesante de Marie-Claire Lavabre, sobre "Sociología de la memoria y acontecimientos traumáticos", donde se acerca de modo interdisciplinar a la cuestión de la memoria histórica: "la toma en consideración de la ’memoria’, es decir, de las representaciones del acontecimiento y del sentido retroactivo del acontecimiento, constituye, sin duda, un punto de vista epistemológico innovador en historia." (31). Remite a Pierre Nora, para quien la memoria en este sentido es "no el recuerdo, sino la economía general y la administración del pasado en el presente"; dice Lavabre que "la noción de memoria encuentra su sentido en la distinción estratégica entre historia y memoria" (41). Así, a la historia crítica como tal se contraponen "los usos del pasado y de la historia—lo que denomina ’memoria histórica’, entendida esta vez como historia no crítica o aun como ’historia oficial’"—y es ésto más que la ’memoria colectiva’ lo que estudia Nora (41). Es lo que los críticos materialistas culturales llaman apropiación, en este caso del pasado: "Se denominará entonces memoria histórica a los usos del pasado y de la historia, tal como se la apropian grupos sociales, partidos, iglesias, naciones o Estados" (43)—apropiaciones dominantes o domiandas, plurales o selectivas, que establecen con frecuencia analogías entre el presente o el pasado—"de manera que la historia propiamente dicha tenderá, en principio, si no a la unidad, al menos sí a la crítica de las memorias históricas y al establecimiento de diferencias entre el pasado y el presente" (43).  A la vez hay un deber de memoria y un deber de evitar los abusos de la memoria, observa Lavabre. Hace falta una visión crítica sobre los procesos de apropiación de la Historia, incluidos, enfatizaría yo, los de la propia Historia "crítica" u oficial—"porque eso que llamamos la memoria colectiva no es a fin de cuentas otra cosa que un trabajo de homogeneización de las representaciones y de reducción de la diversidad de las interpretaciones del pasado, un trabajo, como todos los trabajos, que necesita tiempo" (54).  Un tiempo, diría yo, que a la vez que construye una verdad histórica compartible, nos aleja de la historia vivida y de los conflictos efectivos vividos en lo que fue el presente, para crear —retroactivamente— una pasado que sirve a los fines de quienes usan la historia.

Julio Aróstegui también escribe un artículo panorámico sobre "Traumas colectivos y memorias generacionales: el caso de la guerra civil"—donde observa que el discurso de la reconciliación entre los españoles que sustentó la transición estuvo caracterizado por un cierto "olvido" de la guerra civil,  que ha ido seguido en los años noventa por un resurgir de la polémica. En los últimos años, "el deber de memoria vino a ser plenamente reivindicado y exigido por los nietos de la guerra" (90). Hay una nueva memoria de la guerra y nuevas interpretaciones, cambiantes y múltiples, de las reparaciones exigibles: "toda nueva sociedad engendra una nueva memoria histórica" (92), y Aróstegui ve favorablemente que "la más incisiva, justa y creadora de esas memorias es la de la generación más joven que es la que verdaderamente recoge el legado de ese trauma colectivo" (92)—aunque parece contradictorio suponer que "la generación más joven" tenga, así en bloque, una visión determinada de las causas de la guerra civil y de la política más adecuada a aplicar al respecto. Se queda uno con la noción de que estamos sobre terreno movedizo, que la memoria y la historia que se hacen, y la política que se promueve, no van a conseguir estabilizar el diagnóstico y la imagen de lo que sucedió en los años 30 y de sus secuelas, incluida la transición española y el momento en que vivimos. Cada opinión al respecto es una intervención que altera el mismo terreno sobre el que se formula. (Más

Lúcido parece al respecto el siguiente artículo, de Pablo Sánchez León: "La objetividad como ortodoxia: los historiadores y el conocimiento de la guerra civil". La imparcialidad histórica parece en este terreno y en este momento, una ficción ideológica, al que no escapan los historiadores, supuestos garantes de la verdad de las cosas:

"la presunción de imparcialidad ha sido el principal recurso que ha permitido a los historiadores de los últimos treinta años aspirar legítimamente a monopolizar el marco intelectual de toda la memoria colectiva sobre la guerra civil española. Mas no por ello hemos de dejar de concebir las afirmaciones gremiales de los historiadores esencialmente como una retórica. La supuesta objetividad ha funcionado como la coartada en el ámbito epistemológico de una sólida ortodoxia merced a la cual los historiadores, aparte de lograr reconocimiento social, contribuyen más a la legitimidad del orden democrático que a proporcionar un conocimiento distanciado e imparcial de un acontecimiento que todavía hoy figura como el más traumático de la historia contemporánea española" (130)


Como Lavabre, remite Sánchez León a una visión crítica que no superponga analógicamente y de modo simplista el presente y el pasado—usando la República y la guerra como modo de confirmar identidades actuales, algo que ha venido haciendo la historiografía de la guerra civil.

"He aquí la gran asignatura pendiente de la historiografía de la guerra civil española: dar el paso de asumir que aquellos españoles que combatieron entre 1936 y 1939 eran demasiado diferentes a lso españoles actuales como para que resulte de recibo conservar una imagen naturalizada de ellos justificada en una común ’españolidad’ o en supuestas analogías formales entre las ideologías dominantes en la España de la Segunda República y las de la monarquía constitucional actual" (135)


Paradójicamente, reclama Sánchez León a la vez un reconocimiento de la imposibilidad de reclamar neutralidad y objetividad... algo que hacía, a su manera desde luego, la historiografía del primer franquismo. Podríamos quizá añadir a esta perspectiva la observación que la historiografía viene ejerciendo esa imposibilidad de neutralidad y objetividad, y que la ejerce mediante la maniobra ilusionista de (precisamente) dar por sentadas su neutralidad y objetividad.

François Godicheau traza la historia de la denominación del conflicto en "Guerra civil, guerra incivil: la pacificación por el nombre." El nombre de "guerra civil" se empezó a usar cuando primó la idea de la reconciliación y superación del conflicto, ya en época franquista: cuando se pasó de glorificar la "Cruzada" a la promoción de la idea del nunca más.  Observa Godicheau, como otros autores del volumen, que para la comprensión adecuada del conflicto hay que evitar el proyectar actitudes actuales (—al menos, diríamos, no hacerlo de modo simplista, suponiendo que no pueda evitarse el hacerlo).

"En general, nadie se pregunta si los actores de la época tenían razones suficientes para actuar ni cuáles eran éstas realmente, porque se considera a priori que esas razones eran malas, insuficientes y moralmente condenables." (160). Habría que orientar la investigación, dice, hacia la historia social, y hacia "la comprensión de la racionalidad propia de los autores, diferente de la nuestra, y no hacia el establecimiento de responsabilidades" (161). Aunque me temo que la tentación es irresistible, una vez sabido el resultado de las decisiones tomadas y de sus consecuencias. Es la ventaja de escribir historia, en lugar de vivir en ella.

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