Sin hablar con nadie
Sin hablar con nadie
Leía en un número de Mujer Hoy de julio una columna de Carme Chaparro, "Solos sin estarlo", donde describe a una mujer que vive sola, y que en el trabajo día tras día sólo intercambia frases cortas y estereotipadas con sus colegas, o las palabras necesarias para tratar con los clientes. Luego a casa sola, sin quedar con amistades, a ver la tele y a dormir, día tras día:
La muerte en soledad o el suicidio son, dice la periodista, con mucha frecuencia el resultado de esta soledad a veces en compañía, donde las personas nos sentimos aisladas y llevamos la vida procurando no reconocer, como si fuese algo vergonzante, que necesitamos contacto humano.
Lo curioso es que la periodista propone como "parte de la solución" un sistema informático de "ayuda virtual emocional", un ordenador que detecte el estado de ánimo de la persona y le mande ánimos y actividades. Lo que nos faltaba, quizá...
En cuanto a mí, observo que me he vuelto comodón o incomunicado con los años. Rara vez inicio una conversación o contacto con mis conocidos—y a los desconocidos en general los ignoro, lo cierto es que no entra en mis costumbres dirigir la palabra para nada a nadie que no conozca, a menos que lo requiera la cortesía o sea absolutamente necesario. Supongo que ayudo a crear ambiente. Creo que me debieron marcar algunas experiencias de hace veinte años, cuando lo hacía más, y con frecuencia el resultado de dirigirle la palabra a alguien que no conocía era que la persona se asustaba, o incluso (en un par de ocasiones) salía huyendo.
Pero lo cierto es que el problema es aún más extraño o preocupante. No distingo claramente ya entre lo que aquí se llama una "conversación auténtica" y el mero intercambio de frases rituales en sociedad. No sé si es consecuencia de una visión demasiado clara de lo que es la conversación, o si es síntoma de que he perdido de vista la comunicación auténtica. Y, por cierto, en los ordenadores ni está ni se la espera.
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