The Abandoned Village
Es un poema de Goldsmith, The Abandoned Village, y todo un motivo literario. El éxodo rural—parte de la Gran Historia, de la única gran historia que incluye todas las demás. Una parte importante, pues es la que representa el paso de la tradición agrícola a la modernidad urbana. El éxodo rural es hacia la ciudad, y hacia el futuro ya contenido en el presente, alejándonos del pasado también contenido en el presente.
Es en parte la historia a la que aludía el otro día a cuenta de Aparajito, de Satyajit Ray. Hoy a cuenta de Muerde el silencio, novela de Ramón Acín—colega que se doctoró en mi facultad, pero al que no conozco; y casi vecino también, nacido en el Valle de Tena, si es que Biescas está en el valle de Tena, que hay opiniones al respecto—desde luego, el valle empieza o termina en Biescas, inclusive o no. Otro que, como yo, se fue del valle.
Supongo que a quienes venimos de los pueblos nos interesa especialmente el éxodo rural. Y de eso va en parte Muerde el silencio—también de todas las historias entrecruzadas y destinos de la gente del pueblo, una red de memorias y de vidas que se desteje o pasa al olvido cuando los pueblos se abandonan. También cuando no se abandonan, hay que decir—poco más de una generación duran estos saberes y recuerdos mutuos. Pero la desaparición del pasado es más vívida cuando va unida a la desaparición o transformación radical (tanto da) del pueblo, a la ruina de la casa, a la demolición de los rincones conocidos. Una vieja pared que se tira en un pueblo deja un espacio desacralizado, quita el misterio que iba unido a los recuerdos desde la infancia. Fuése y no hay nada. No había nada detrás. De eso pasa mucho en la modernidad, que a veces destruye construyendo. En el Pirineo, el pueblo que no se queda vacío suele volverse irreconocible a base de demoliciones y urbanizaciones. Y si el pueblo no queda abandonado, o reconstruido, también queda abandonado de todas maneras, pues es el pueblo que abandonamos.
El éxodo del pueblo cambia de sexo en la novela, y es la historia de Angelina, que se va de su pueblo a finales de los sesenta, para casarse con un ingeniero hispano-alemán, hijo de un nazi por más señas, y no volverá al pueblo hasta verlo irreconocible.
La sensación apiñada de antaño, donde unas casas se amparaban o sostenían unas a otras, ya no existía. Al contrario, lo que veía Angelina desde el solar de su Casa era el aislamiento buscado de la correcta convivencia residencial. Su conjunto, menos compacto e irregular y, sin duda, más habitable, no contenía el calor humano de épocas pasadas. Su pueblo, aunque llevase el nombre, era un pedazo de ciudad. Un fragmento de dormitorios transplantados al Valle. Sin vida, pese a estar habitado masivamente en la época estival y pese a la estampa de vida permanente.
Mirar hacia los campos de labor, prados y montes para el ganado, tampoco mejoró su sensación de disgusto. Apenas quedaban vestigios de los pequeños pedazos de tierra, marcados y delimitados en sus márgenes, con el mmo de paredes de piedra o por una vegetación nacida en libertad. La placentera panorámica de su niñez, había desaparecido. La inmensa alfrombra verde y marrón, confeccionada por los múltiples retales de campos y prados, no existía. En su lugar, una gran sábana verde, sin gracia y desprovista de vegetación. Los campos de labor y los prados, antaño corazón y pulmón del pueblo, eran redil de golfistas o recorridos para gimnasia de mantenimiento. Tampoco quedaba rastro de la concentración parcelaria que el Estado hizo tras la expropiación, intentando una explotación moderna.
Era una realidad: La vida de verdad había sido sustituida por la ficción de las horas de asueto. El pueblo no contenía vida, contenía placer fungible, comprado y consumido por personas desconectadas del alma del Valle. El hermanamiento con la naturaleza se había traducido en ocupación y sometimiento.
El pueblo y el Valle eran tan ajenos como las personas que en él, con el atractivo del pantano, habían levantado nuevos edificios o remodelado antiguas construcciones. No tuvo duda: allí no latía la historia. Lo que estaba viendo era otra cosa. Incluso el aire que respiraba ale pareció diferente. Más seco, menos nutritivo.
'El pueblo es un barco varado y desarbolado en la costa de la muerte. El tiempo lo ha desguazado lentamente y en silencio, hasta hacerlo irreconocible', pensó.
Angelina, disgustada por cuanto veía, consideró que ella, pesea a todo, era la menos indicada para pedir cuentas. Fue de las primeras en firmar la expropiación forzosa dictada por el gobierno, y también, la primera en cobrar la indemnización ofrecida por los tasadores del Esstado. Cuando aquello sucedió, Angelita, su madre, ya no vivía. Acababa de morir. La muerte le facilitó las cosas. De no fallecer, seguro que hubiese sido diferente. O, como mínimo, más ardua la negociación. Además, lo pensó siempre, habría tenido que pechar con el remordimiento, porque no le cabía duda que la decisión habría llevado a su madre a la tumba".
(Muerde el silencio, 170-71)
Es la manera en que la modernidad se escribe en las vidas de las gentes y de los pueblos, dándoles forma, si no deshaciéndolos, transformándolos súbitamente. Somos víctimas, y beneficiarios, de una fase acelerada de la historia, un presente con jet-lag, que aún está buscando el pasado de donde salió y que ya no guarda a veces ni los signos mínimos de continuidad consigo mismo que cabría esperar, y eso nos enfada y desorienta. La alternativa a la modernización, es la que aparece en la canción de Francis Cabrel "Carte postale"—otra historia del pasado desaparecido, deshauciado y al que se le ha echado el candado para siempre. No sé con cuál me quedo, con ninguno, supongo, pero la historia ya elige por nosotros, y a través de nosotros. El pasado vive mezclado en el presente, de modo precario— aunque a veces llega directamente una postal del pasado.
Allumés les postes de télévision
Verrouillées les portes des conversations
Oubliés les dames et les jeux de cartes
Endormies les fermes quand les jeunes partent
Brisées les lumières des ruelles en fête
Refroidi le vin brûlant, les assiettes
Emportés les mots des serveuses aimables
Disparus les chiens jouant sous les tables
Déchirées les nappes des soirées de noce
Oubliées les fables du sommeil des gosses
Arrêtées les valses des derniers jupons
Et les fausses notes des accordéons
C'est un hameau perdu sous les étoiles
Avec de vieux rideaux pendus à des fenêtres sales
Et sur le vieux buffet sous la poussière grise
Il reste une carte postale
Goudronnées les pierres des chemins tranquilles
Relevées les herbes des endroits fragiles
Désertées les places des belles foraines
Asséchées les traces de l'eau des fontaines
Oubliées les phrases sacrées des grands-pères
Aux âtres des grandes cheminées de pierre
Envolés les rires des nuits de moissons
Et allumés les postes de télévision
C'est un hameau perdu sous les étoiles
Avec de vieux rideaux pendus à des fenêtres sales
Et sur le vieux buffet sous la poussière grise
Il reste une carte postale
Envolées les robes des belles promises
Les ailes des grillons, les paniers de cerises
Oubliés les rires des nuits de moissons
Et allumés les postes de télévision
Allumés les postes de télévision
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Paseamos este sábado por el valle de Aísa, visitando allí a Antonio Armisén, y también por Sinués, y luego, en Araguás del Solano, vamos a la inauguración de una biblioteca con fondos donados por Ramón Acín, y dedicada a él. También hay un concierto, y una tertulia literaria en la que me presentan al autor, y comentamos luego la novela, en muy buen ambiente con la gente de Araguás y alrededores. Un día para disfrutar, o para recordar.
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