Cuando los Mundos Chocan
Por alguna razón inscrita muy hondo en mi subconsciente, siempre me han gustado las historias tipo Arca de Noé, de supervivientes encerrados en un espacio artificial cerrado, y las historias de catástrofes cósmicas, así que este clásico de la ciencia ficción (prod. George Pal, dir. Byron Haskin, 1951) lo tiene todo. A los nenes, que han visto hace poco El día de Mañana, les han encantado las escenas de destrucción universal. Y además la película se presta, como todas las de ciencia-ficción de la época de la Guerra Fría, a ser interpretada en términos de política fantasmática.
Sinopsis del argumento: unos astrónomos descubren que un planeta desconocido va pasar cerca de la Tierra, provocando catástrofes, y que días después toda la Tierra será destruida por la estrella a la que acompaña el planeta. La ONU debate el tema, pero no hay acuerdo en la comunidad científica sobre la fiabilidad de la predicción; así pues, no se hace nada. Mientras, unos generosos empresarios con visión de futuro sí han creído al astrónomo (que es además el padre de la chica), y financian la construcción de una nave que lleve a un pequeño número de elegidos hasta el planeta intruso, donde puedan empezar una nueva civilización. Dos líneas argumentales complementarias son cómo la chica cambia de novio, y cómo éste tiene reparos de conciencia porque el suegro lo quiere incluir entre los elegidos por enchufe. Al final, consiente ir de piloto suplente, medio engañado por un gesto generoso del antiguo novio. Quien se queda en tierra es el suegro, voluntariamente, y también (a la fuerza éste) un millonario egoísta que había puesto como condición para su apoyo el estar incluido entre los elegidos. Tras un intento de asalto a la nave en el último momento por parte del grupo de rechazados, ésta despega y llega felizmente al nuevo mundo, donde por suerte y casualidad la atmósfera es respirable y la temperatura ideal. Llevan en la nave, cómo no, animales domésticos, semillas, tratados de agricultura e ingeniería, y, única concesión aparente al arte, las obras de Shakespeare. La Biblia no consta, pero a cambio abre la película, con citas alusivas no a Ajenjo y el Apocalipsis, sino a Noé y el Arca. La catástrofe cósmica es pues un castigo divino y purificación de una humanidad pecadora e imperfecta.
El simbolismo de la Bomba está a flor de piel en la película. A nivel explícito, no hay la menor alusión a tensiones internacionales de ningún tipo (aunque la inutilidad de la ONU presidida por un indio sugiere épocas más actuales de escepticismo USA para con esta institución). Lo que sí se contrapone es la incapacidad de los gobiernos frente a la visión e ímpetu de la empresa privada, y esto es naturalmente un axioma del liberalismo y de la posición de USA. Oímos hablar de otras naves similares que se construyen en otros países, pero no sabemos nada más de ninguna. Parece ser que el Nuevo Mundo será americano (el protagonista parece ser inglés, o sudafricano, obviamente no negro, pero se embarca con los americanos—esta es una empresa anglosajona). También será blanco el nuevo mundo: la raza negra no parece haberse considerado digna de perpetuar sus genes en el más allá.
La ideología pro guerra fría de la película es subliminal; probablemente también para quienes la hicieron. La colisión cósmica es, naturalmente, una versión desplazada del holocausto nuclear. Aquí adquiere la naturaleza de lo inevitable: es una cuestión de órbitas y rumbos cósmicos, un cataclismo que ha de venir, que los humanos no pueden evitar, y sólo apenas pueden encauzar de la mejor manera posible. Los temores y ansiedades de la guerra fría buscan así imágenes desplazadas que ayuden a concebir escenarios hipotéticos y posibles soluciones para la destrucción impensable con la que se estaba aprendiendo a vivir. La función de las películas es la de ofrecer soluciones imaginarias a problemas reales, como diría Fredric Jameson. La solución imaginaria es la supervivencia (es más, la hegemonía genético-cultural) de los Elegidos norteamericanos, del american way of life en otro sistema solar, tras la purificación de la carne imperfecta a la que alude el comienzo de la película. Mediante la selección del punto de vista narrativo, se nos presenta como aceptable la destrucción de miles de millones de seres, y de todo el Planeta, a cambio de la supervivencia de nuestro objeto de identificación imaginaria: en una buena narración catastrófica (lo vemos en los periódicos a diario) la lógica es siempre a favor de la vida: "terremoto en tal sitio - mueren decenas de miles, ¿tragedia?- vaya, se encuentra una niña bajo los escombros cuatro días después - ergo, falsa alarma, final feliz, era comedia". Tal es la lógica narrativa de la catástrofe, hace jugar la identificación imaginativa con el protagonista contra la mera lógica de las cifras. En este sentido, los esquemas narrativos comunes son inherentemente optimistas (quizá por el Principio de Pollyana del que hablaba Leech), e inherentemente falaces, instrumentos de manipulación política que sirven para justificar los medios por desmedidos que sean. La figura de quien no delega imaginativa y políticamente en los Elegidos es convenientemente demonizada y exorcizada, en la persona del millonario paralítico y egoísta; el espectador, en cambio, está en una posición envidiable: a la vez delega imaginativamente, y sobrevive.
Se me dirá que la película habla de choques de planetas, no de choques de potencias... y que está basada en una novela de 1933, cuando no había aún bombas atómicas... Bueno, pero sí había bloques, inquietud planetaria, revolución en el aire; y sea como sea, los sentidos cambian con las adaptaciones y con el tiempo; en 1951 el peligro de un choque de planetas no era, desde luego, una hipótesis contemplada; el de la guerra nuclear, sí. Por cierto, uno de los autores de la novela original, Philip Wylie, escribía en este mismo año, 1951, una historia sobre contrabando de bombas atómicas... tema siempre actual. Visión de futuro, y de actualidad, no le faltaba.
Ni visión de las obsesiones tradicionales. La llegada al nuevo planeta, tierra deshabitada y virgen, lista para la colonización de los Padres Peregrinos, es una reedición del mito americano de la Frontera y del Nuevo Mundo, un mito utópico que ya aparecía a su manera bien perfilado en el siglo XVII en el poema Bermudas de Andrew Marvell. Podría decirse que esta película legitima, a su manera, el holocausto nuclear en el que el propio espectador habrá de perder la vida, a cambio de la identificación imaginativa con la América perfeccionada que seguirá al triunfo atómico; un mundo, por fin, blanco, angloparlante, with God on our side, y joven (ser joven es aquí más profundamente americano; Europa es vieja). Una nueva América que ocupa todo el planeta, — una América, además, corregida, limpia de indios y otros pieles rojas.
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