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Vanity Fea

El pánico narrativo

¿Vivimos en nuestro propio relato? ¿Nos importa lo que dirán de nosotros cuando no estemos, o cuando no estamos? ¿Cuidamos nuestro personaje— lo que Goffman llamaba "face"? ¿Actuamos como si estuviésemos frente a las cámaras, o a las pantallas—aquí lo estamos—o bajo la mirada del Narrador, que ha de emitir su Juicio sobre nosotros? ¿Aceptamos vivir como vivimos, o correr los riesgos que corremos, por consideración a esa narración que somos, esa narración viviente?

—Oh sí. Sí, claro—murmuró Reresby como con pereza—. Siempre hay quien se mira actuar, quien se ve a sí mismo como en una representación continua. Quien cree que habrá testigos que relatarán su generosa o ruin muerte y que eso es lo que más importa. O que se los imaginan si no puede haberlos, el ojo de Dios, el escenario universal, lo que tú quieras, todo eso. Quien cree que el mundo depende de sus relatores y los hechos de que se cuenten, aunque sea muy improbable que nadie vaya a molestarse en contarlos, o en contar esos concretos, quiero decir los de cada uno. La inmensa mayoría de las cosas sólo ocurren y no hay ni hubo nunca registro de ellas, aquello de lo que nos llega noticia es una porción infinitesimal de lo acontecido. La mayoría de las vidas, y no digamos de las muertes, nacen ya olvidadas y no dejan el menor rastro, o se hacen desconocidas al cabo de poco tiempo, unos años, unos decenios, un siglo, eso es en realidad muy poco tiempo, tú lo sabes. Piensa en las batallas, por ejemplo, en cuán importantes fueron para quienes las libraron y a veces para sus compatriotas, de cuántas no nos dice nada ni siquiera el nombre, hoy en día ignoramos hasta la guerra a la que pertenecieron, y además nos traen sin cuidado. ¿Qué significan hoy para nadie Ulundi y Beersheba, o Gravelotte y Rezonville, o Namur, o Maiwand, Paardeberg y Mafeking, o Mohacs, o Nájera—Este último lugar no lo pronunció como es debido—. Pero hay muchos que se resisten a eso, incapaces de aceptarse como insignificantes o como invisibles, me refiero a una vez muertos y convertidos en materia pasada, una vez que no están ya presentes para defender su existencia, para gritar: 'Eh, que estoy aquí. Puedo intervenir y tener influencia, hacer el bien o causar daño, salvar o afligir, y hasta toercer el curso del mundo, puesto que aún no he desaparecido'.—'Soy aún, luego es seguro que he sido', pensé, o recordé que lo había pensado mientras limpiaba la mancha roja de la escalera de Wheeler y su cerco no se borraba del todo (si es que había habido tal mancha, cada vez más lo dudaba), el esfuerzo de las cosas y de las personas por evitar que digamos: 'No, esto no ha sido, nunca lo hubo, no cruzó el mundo ni pisó la tierra, no existió y nunca ha ocurrido'—. Tú hablaste de esos individuos—prosiguió Reresby, que había ido tomando un extraño impulso, para elevarse—. No son muy distintos de Dick Dearlove, según la interpretación que de él hiciste. Padecen de horror narrativo, esa fue tu expresión si mal no recuerdo, o repugnancia. Temen que el final lo emborrone y condicione todo, un episodio tardío o último arrojando su sombra sobre cuanto vino antes, cubriéndolo y anulándolo: que nos se diga así que no eché una mano, que no me arriesgué por los otros o me sacrifiqué por los míos, piensan en los momentos más absurdos, cuando no hay nadie para contemplarlos o van a morir quienes los vean, empezando por ellos mismos. Que no se propague que fui un cobarde, un desalmado, un carroñero, un asesino, piensan sintiéndose bajo los focos, cuando nadie los enfoca, ni va a hablar jamás de ellos, por su poca importancia. Serán vivos anónimos y serán muertos anónimos. Serán como si no hubieran sido. —Se quedó callado un instante, dio un sorbo a su oporto y añadió—: Tú y yo seremos de esos, de los que no imprimen huella, dará lo mismo lo que hayamos hecho, nadie se ocupará de contarlo, ni siquiera de averiguarlo. No sé tú, pero yo no pertenezco a esa clase de sujetos, los que son como Dearlove aunque no sean celebridades sino todo lo contrario. Los que padecen el complejo K-M, según nuestra jerga, en alguna de sus modalidades. —Se paró, miró de reojo a la lumbre y agregó—: Yo sé que soy invisible, y lo seré aún más cuando esté muerto, cuando ya sólo sea materia pasada. Materia muda."


Reresby, o Tupra, es un personaje de Tu rostro mañana, la última novela de Javier Marías, que he concluido ahora, disfrutándola enormemente, en esta tercera parte (Veneno, sombra y adiós) al igual que en las dos entregas anteriores (Fiebre y Lanza y Baile y sueño). Como muchos de los personajes de Marías (el narrador y protagonista, su padre, Peter Wheeler, la joven Pérez Nuix...) sus circunvoluciones cerebrales y asociaciones de ideas son apenas distinguibles de las del autor o narrador de otras novelas: Todas las almas, Corazón tan blanco, Mañana en la batalla piensa en mí, o Negra espalda del tiempo). No leemos a Marías para eso... No, Tupra/Reresby da voz a muchas concepciones de su autor, aunque no precisamente a sus valoraciones. La certidumbre de este personaje sobre la insignificancia de la vida, y de la memoria y el pasado, y de sus narraciones, es parte de la concepción del autor: otra parte se pasma precisamente ante la importancia infinita de la vida, y de las pasadas realidades que fueron, y de las narraciones que las mantienen en existencia—la vida, la presencia (del padre del narrador, o de su amigo Wheeler, de su esposa Luisa), un tesoro inapreciable cuando se tiene, y que depende una vez ha desaparecido, de sus narradores. Materia muda todo, excepto por la narración—de momento, pero es un momento en el que se juega nuestra existencia y todos los sentidos posibles. A la larga, todos mudos. De ahí el pánico narrativo—quizá sea una reacción exagerada, el creer que es la narración la que sustenta la realidad (aun cuando esta sigue ahí presente), o el creer que la realidad es, esencialmente una narración ("Cada cual asiste a su relato, Jack. Tú al tuyo y yo al mío" - 46). En una novela, claro que es así: la realidad de ese mundo es una realidad narrativa. Por eso la fascinación o ambivalencia de Marías ante el valor de la narración le lleva a realizar una narración inexistente: Sí, el narrador se parece a Marías en algunos aspectos; y sí, Marías ha escrito la novela que leemos (la novela, no su autobiografía)—pero apenas podemos concebir que el narrador se haya puesto realmente a escribir sus memorias en primera persona, menos a publicarlas. Quiero decir que la narración no queda motivada de modo realista, queda flotando en un limbo de virtualidad, donde a la vez tiene lugar (puesto que la leemos) y no tiene lugar (pues estas cosas jamás serán contadas a nadie por su protagonista—a sí mismo, en todo caso. Con lo cual nos convertimos nosotros en el protagonista, en ese hueco que se nos ha hecho en el relato).

En la novela el pánico narrativo estaría plenamente justificado: el creer que "algún ser nos atiende en todo momento y lo sabe todo sobre nosotros y sigue nuestra trayectoria al detalle como quien sigue un relato del que somos el protagonista" (193)—pero esa ilusión teológica del mundo como una trama coherente de sentido narrativo no se ve sustanciada aquí, donde la narración se señala a sí misma como una ilusión del sentido, una ilusión de la que vivimos hasta extremos que ni sospechamos. Y de hecho el propio narrador Jack/Jacobo, menos descreído quizá que Tupra/Reresby, se deja llevar por esa ilusión de sentido, y actúa, para poder contarse su historia a sí mismo sin avergonzarse. Actúa, en el momento más espectacular, dándole una paliza al amante de su mujer, Custardoy, metiéndole miedo en el cuerpo, y amenazándolo con cortarle una mano si vuelve a maltratarla.

Cierto que nada concluye hasta que la vida concluye. Y la vida, como en otras novelas de Marías, sigue su curso, una vez interrumpida la narración de este fragmento. Jacobo ve tiempo después a su enemigo o víctima, Custardoy, y lo ve desafiante, sin miedo, tal vez una promesa de venganza futura. Será otro final, que quizá llegue o quizá no—no el de esta novela.

Se puede vivir con una amenaza aplazada, porque siempre puede no cumplirse, y con ello hay que contar en principio. A veces vemos lo que se avecina y aun así no hacemos caso, y quizá no sea sólo por lo que me dijo Wheeler, porque detestemos la certidumbre, porque nadie ose ya decirse o reconocerse que ve lo que ve, lo que a menudo está allí, quizá callado o quizá muy lacónico pero manifiesto; porque nadie quiera saber, y a saber de antemano, bueno, a eso se le tenga horror, horror biográfico y horror moral; porque todos prefiramos ser completos necios en sentido estricto, en el sentido latino del término que todavía recogen nuestros diccionarios: 'Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber', es decir, el que ignora a conciencia y con voluntad de ignorar, el que rehúye enterarse y abomina de aprender. 'El satisfecho insipiente', como dijo Wheeler con su pedantería que echo en falta. No, quizá sea también porque tememos malgastar la vida con nuestras preocupaciones y sospechas y nuestras visiones y alertas, y porque no se nos oculta que de todo habrá siempre un final sabido, y entonces, en el adiós, cuando seamos pasado o nuestro final avance ligero y llame ya a la puerta con insistencia, nos parecerá todo baldío e ingenuo: para qué hizo esto, dirán de ti, para qué tanta zozobra y la aceleración de su pulso, para qué aquel movimiento y aquel vuelco; y de mí dirán: por qué habló o calló y guardó tantas ausencias; para qué aquel vértigo, tantas las dudas y tal tormento, para qué dio aquellos y tantos pasos. Y de los dos dirán: por qué se enfrentaron y para qué tanto esfuerzo, para qué guerrearon en lugar de mirar y de quedarse quietos, por qué no supieron verse o seguirse viendo, y aqué tanto sueño y aquel rasguño, mi dolor, mi palabra, tu fiebre, nustro veneno y la sombra, y tantas las dudas, y tal tormento. (701)


Tentado está el narrador de hacer caso a Jorge Manrique, que ante lo transitorio de la vida, declara "'Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado'—, y exactamente lo opuesto, y entonces podremos dar lo pasado por no venido, por no venido cuanto nos ha pasado y nuestra vida entera por no habida. Y así qué importa cuanto en ella hagamos, o por qué será que nos importa tanto..." (330)

Precario el mundo, y precarias sus narraciones. Precaria la relación entre la narración y el mundo—que no es de por sí narrativo. Pero narrándolo lo hacemos más nuestro, mientras dura, y mientras duramos, y mientras duran las narraciones y hay alguien que las lea, y por eso sufriremos pánico narrativo entre tanto hay cosas que narrar y dura life's fitful fever. Y tanto más pánico, quizá, cuanto más se reduzca la existencia a una narración—cada cual en su historia, que bien conoce, cada cual es su propio narrador trascendental, a falta de otro.

El proceso de las nostalgias

 

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