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Todas las lenguas NO son iguales

lunes 1 de marzo de 2010

Todas las lenguas NO son iguales

De hecho igual no lo es ninguna, ni consigo misma. Ni todas las lenguas son iguales, en categoría y consideración, ni lo son todas las hablas dentro de una misma lengua. En todas partes hay clases y categorías. Y al margen de su riqueza gramatical o léxica, las lenguas (y las hablas) están permeadas de esos valores simbólicos que decía Bourdieu, material delicado.

El jueves pasado estuve en una conferencia que daba una catedrática de Lingüística General e Hispánica de mi facultad, Mª Antonia Martín Zorraquino, "La determinación de la lengua ejemplar: sobre el problema de la corrección idiomática en las lenguas humanas." La Dra. Zorraquino repasó los pronunciamientos de algunos ilustres normativistas y pulidores de la lengua española, en especial R. J. Cuervo, Lázaro Carreter y Mariano de Cavia. Recordó, con L. Trask, que la fijación de una lengua estándar va ligada a una norma escrita, que no siempre se extiende a la pronunciación, y que es algo que requiere un desarrollo: no todas las lenguas desarrollan un estándar culto o lengua ejemplar (de hecho muchas lenguas no tienen forma escrita).

Veamos algunos criterios y pronunciamientos sobre el estándar lingüístico allí citados. Cuervo prescribe, como criterios esenciales y jerarquizados para determinar la corrección idiomática (que se plasmará en la lengua ejemplar) el uso general y respetable de la lengua— es decir,

"lo que de todos y donde quiera es usado y entendido es parte integrante de la lengua; puesto en contradicción el uso general de hoy con el de épocas pasadas, hay que sujetarse al de hoy; cuando discrepan el común de la gente culta y el vulgo, la práctica de aquélla da la ley".


Criterios éstos que son a un nivel sensatos y comprensibles, no lo negaré. Pero se les pueden también buscar las cosquillas rápidamente. Por ejemplo, aceptando que lo que de todos y donde quiera es usado y comprendido es parte integrante de la lengua (ejemplar), queda la pregunta de si únicamente eso es parte de la lengua ejemplar. Si algo no es usado y entendido de todos, ¿entonces ya no será estándar o ejemplar? Porque se nos va a quedar la lengua en muy poco, visto que hay poco realmente que todos conozcan y, aún menos, usen. Quitando las mil palabras básicas y los rudimentos de la gramática—y aún me quedo largo.

Por otra parte, también hay una dinámica más compleja con el pasado de lo que sugeriría la definición de Cuervo. A veces necesitamos usar una forma desusada. Otras veces se nos planteará el dilema siguiente: si somos gente culta, ¿debemos seguir la norma de la gente culta? ¿O sólo la de los demás, quitándonos a nosotros? ¿Hasta dónde llevar la independencia de nuestro propio criterio? Si sólo vamos a decir lo que dicen los demás cultos, muchas veces tendremos que callarnos, también. El normativismo no se lleva bien con la creatividad verbal, desde luego. Ésta nunca es normativista y se salta lo gramático cuando lo estima.

A mí siempre me ha llamado la atención cómo la preocupación por la corrección lingüística va unida casi infaliblemente a una rigidez mental preocupante y a una voluntad de hacer corregirse a los demás, insistiendo en la incorrección de su expresión en lugar de atender a las circunstancias o voluntad expresiva que dan lugar a esa incorrección. Sirva de ejemplo el vocablo ostentóreo acuñado creo que por aquel Jesús Gil al que retrataba. Evidentemente, ni ostentoso ni estentóreo ni separadas ni juntas expresan al discurso del personaje en sus dimensiones adecuadas. Otras veces, el señalar la incorrección es un mero congratularse en la norma marcada como prestigiosa, de una manera un tanto arbitraria. En español se dice tanto, o más, habían fiestas en el pueblo como había fiestas en el pueblo; la principal diferencia es que el primero nos gana un abucheo, y nos caracteriza como de floja educación—y sin embargo a veces lo importante son las fiestas, y no que las haya o las haiga. Lo mismo con el relativo deque, intolerable para muchos, que al parecer no creen en su existencia y lo confunden con una preposición antepuesta innecesariamente al relativo que (variante libre suya en muchos casos). En fin, que nos ponemos etiquetillas todo el rato unos a otros, endeque abrimos la boca. Y esa es al parecer una de las funciones más importantes del lenguaje en una sociedad compleja: ponernos en el brete de demostrar que somos capaces de sonar completamente convincentes escribiendo o hablando en su caso el estándar culto y correcto. Es un examen permanente, y estamos sometidos a vigilancia propia y ajena.

Tenía lo suyo el programa de Radio Cinco "Hablando en Plata", en su formato antiguo. Allí, dos presentadores se dividían los papeles. Él iniciaba el programa en broma o informalmente, usando incorrectamente alguna forma o aludiendo de manera graciosa a esa incorrección, o yéndose por los cerros de Utebo. Ella, a modo de bibliotecaria con moño y gafas, explicaba a continuación la norma más estricta de la corrección. Y terminaba el programa él, con una pulla lanzada al uso correcto, con un juego de palabras, o con una puesta entre comillas de lo dicho por la bibliotecaria. Es curioso que en su formato reciente (más soso y rígido) nos hemos quedado sólo con la parte normativa.

Y es una tendencia universal pero casi una obsesión española—el usuario de a pie acude siempre a la Real Academia para darle en la cresta a alguien con el diccionario, o con la gramática—¡Habla bien! —y la Academia no se limita a observar lo que se dice, como si fueran gramáticos ingleses sin academia, sino que reglamenta lo que es correcto y no decir. Somos realmente aficionados a separar el lenguaje bueno del mediano y del malo, por difícil que esté la cosa a veces y por contradicciones en que incurramos con estas operaciones.

El más destacado y popular normativista reciente fue Fernando Lázaro Carreter, con sus obras sobre El dardo en la palabra, despotricando contra todos los que atentasen contra el genio y usos de la lengua. El uso ejemplar del idioma según Lázaro surge, cito según Martín Zorraquino, de

"un sentido profundo de los recursos de la propia lengua, que sólo se logra con la lectura abundante de quienes antes la han empleado, combinada con un sentimiento claro de sus deficiencias y necesidades, y también con algo tan indefinible como es el buen gusto idiomático, la capacidad para discernir si la novedad casa bien con lo llamado antiguamente 'genio de la lengua'."


Muchos normativistas se indignan con el uso de extranjerismos inútiles, pero todos cuidan de subrayar que aceptan la evolución del idioma y el neologismo necesario, cuando realmente lo es. Así, Mariano de Cavia decía,

"Suponer (...) que yo soy un enemigo en seco y sin discernimiento de toda clase de neologismos, echándomelas de purista intolerante y arcaico, es lo mismo que suponerme enemigo del petróleo, del gas y de la luz eléctrica, porque Cervantes escribía a la luz de un velón o de un candil."


Recomienda Cavia desarrollar los neologismos a partir de los clásicos, del griego y del latín, y mantener un equilibrio razonable entre corrección y modernidad:

"¡Pero mucho cuidado con abusar de la lengua madre y del idioma abuelo! Sería lamentable (...) que en el punto mismo de haber alcanzado el castellano su plena soltura (...) tornásemos a encadenarlo (...) con las rigideces de una lengua muerta. (....). Todo es cuestión de pulso, de buen gusto y (...) de verdadero amor a nuestra lengua. El mejor estilo es el que Juan de Valdés, adelantándose a Cervantes, recomendaba con su propio ejemplo: "(...) Escribo como hablo." (1922)


Aunque se me ocurre a mí que si escribiésemos como hablamos, sin cuidar a la vez de hablar como escribimos, se iba a acelerar bastante la depravación evolutiva ésta del idioma. Otros normativistas clásicos aconsejan: No seas el primero en utilizar una palabra, ni el último en hacerlo—excelente consejo para la áurea mediócritas, aunque yo tengo tentaciones irrefrenables de ser el primero en utilizar tal vocablo, y el último en utilizar tal otro—y a veces las dos cosas a la vez con tal o cual hapax que no cuajará ni conmigo.

En la sesión de preguntas, observé que en este apego a la lengua unificada y modélica y a la norma había no sólo actitudes lingüísticas y gramaticales, sino cuestiones ideológicas y políticas de mucho calado que los normativistas muchas veces no reconocen. Las usan implícitamente, pero pocas veces teorizan de modo explícito la dimensión ideológico-política de sus políticas y policías lingüísticas. Sería útil acudir al concepto de comunidad imaginada, o de utopía incluso, para explicar esta voluntad de unidad, de regulación y de regularización. Las cosas que la gente dice de dos o más maneras, ¿por qué habría que decirlas de una sólo? En muchos casos es ésta la dinámica a que conduce a la gramática normativista, o la que la conduce a ella más bien. Unificar, y si es preciso movilizar los recursos de la ignominia y la vergüenza para que una de las dos formas sea inaceptable. Claro que a veces es un problema saber cuál ganará la batalla. Una asistente observó que ella era la única persona que conocía que usaba los imperativos plurales en -d, en lugar de la forma pseudoinfinitiva en -r: y admitía la Dra. Zorraquino que puede existir simultáneamente el estigma de incultura asociado a la segunda forma, y el estigma de pedantería o desuso asociado a la primera. Son casos en movimiento, al parecer.

A mí me parecen especialmente interesantes como objeto de estudio las instituciones concretas, y los actos de discurso concreto, en los que se invoca, requiere o impone el estándar. Y su relación con el ejercicio del poder, con los actos de dominación, con los grupos étnicos, políticos o sociales dominantes, etc.—cosas que normalmente evitan tratar los normativistas, o no les interesa mucho fijar su mirada en ellas.

Otra cuestión que surgió en el debate fue el caso práctico del catalanoaragonés de la Franja (algo que había estudiado la Dra. Zorraquino en tiempos). Yo observé el caso práctico de intervención legislativa que se ha producido: donde había unas variedades mal definidas, unas hablas sin nombre ni gramática aparte del "chapurriao", ahora había no una lengua, sino una variedad mal hablada del catalán, por decreto. Vendrían los educadores catalanoparlantes ahora a enseñar a los de la Franja a hablar buen catalán. He de decir que la Dra. Zorraquino no aceptó este planteamiento de la cuestión, y señaló que hay muchas variedades en el catalán, más allá de la franja, y que con buena voluntad se puede aceptar la ventaja que suponga para los hablantes del "chapurriao" sumarse a una comunidad lingüística más numerosa que también contiene otras variedades. Y también para los aragoneses aceptar el catalán como lengua propia de Aragón. (En fin, a mí me sigue pareciendo una cuestión de normativización muy polémica).

Otra intervención más tuve: la comparación entre idiomas y carreteras. Esta gusta de hacerla mi padre, para quien las lenguas son como vías de comunicación. Son, de hecho, vías de comunicación, literalmente. Unas lenguas son autopistas de muchos carriles, para comunicaciones internacionales con alta capacidad y alto tráfico—como el inglés. Otras, siendo también autopistas internacionales, son más modestas, como el español. Hay lenguas que son como carreteras nacionales (el catalán pongamos)—o regionales. Y hay lenguas que son caminos de cabras. Para transportar determinado volumen de mercancía, o determinado tipo de mercancía, no es adecuado el camino de cabras. Esta es una noción que algunos asistentes calificaron de "peligrosa", pues supone una desigualdad de las lenguas, y el mito (o dogma) de la igualdad de todas las lenguas es particularmente característico de la lingüística moderna (estructural). No de la clásica, naturalmente, que tenía muy claro que hay lenguas mejores que otras. Pero la gramática estructuralista, y quizá especialmente la superestructuralista de los chomskianos, ha llevado a apreciar desmedidamente la "igualdad" de las lenguas, una igualdad basada (paradójicamente quizá) precisamente en su diferencia: cada lengua es por definición estructuralmente disimilar (si no no sería otra lengua) pero esas estructuraciones son en cierto modo "gratuitas" o irrelevantes: tan buena es una como otra.

Esto es así, claro está, si sólo nos fijamos en aquellos aspectos de la lengua favorecidos por los estructuralistas o generativistas. O por los "lingüistas" en sentido estricto. Pero los filólogos (o sea, lo que solían ser los lingüistas) tienen una noción diferente, en la que se incluyen la historia, vida y avatares de la lengua, y también la literatura aneja a la misma y que la constituye. También los analistas del discurso y los sociolingüistas. Y bien harán los filólogos en fijarse también en la capacidad de una lengua dada para crear discursos especializados, capaces de adaptarse a las diferentes necesidades expresivas y contextuales de las disciplinas, de las ciencias, de las profesiones, de las subculturas... Sólo las lenguas relativamente potentes desarrollan una gama apreciable de estas variedades. Volviendo a nuestra analogía de la carretera, si hay que transportar una mercancía muy voluminosa o que requiere un vehículo adaptado, el camino de cabras no será buena opción.

Lo de que todas las lenguas son igual de buenas, o igual de dignas, a mí me suena tan buenista y tan realista como la frase parecida de que todos los seres humanos son iguales o que todos los seres humanos son igualmente dignos. Algo que sin duda gusta oír a muchos, y decir también y repetir, pero que tiene poco sentido si se contrasta con la realidad. Tampoco es sólo que unas lenguas sean más afortunadas de modo puramente cuantitativo, porque tienen muchos hablantes, más masa digamos—no. El número de hablantes va relacionado con una mayor potencia discursiva. Una lengua poderosa arrastra consigo gran cantidad de textos y discursos, y eso la hace más rica cualitativamente, no sólo cuantitativamente. Le da más plasticidad, variedad y potencia de expresión, más precisión. Al margen de que, siendo que ningún hablante domina toda la lengua, sino una pequeña parte de ella, una lengua con muchos hablantes es una lengua muy trajinada, muy explorada y activa, mucho más dinámica. Comparar según qué lengua con según qué otra es equiparar, como decía el tango Cambalache, a un burro con un gran profesor. Los dos igualmente dignos, sí, a un cierto nivel. Pero sólo a un cierto.

A quienes crean que todas las lenguas son iguales, no puedo sino remitirles a las bibliotecas: ¿en qué lenguas están los libros allí contenidos? ¿En qué lenguas están las revistas científicas, especializadas, etc.? En muchas, naturalmente. Pero no en todas. Y allí donde no se aprecian muchas diferencias cualitativas a simple vista (pues podemos aceptar en principio que en húngaro se pueden decir tantas cosas como en español) sí se apreciarán las cuantitativas. El inglés, naturalmente, domina y arrasa, como lengua mundial que es—no sólo lengua de los angloparlantes.

Es extraño que la lengua mundial no tenga una consideración más especial dentro del sistema educativo, y que se la eche en el saco de las "segundas lenguas". Otra ficción conveniente, u otro piadoso mito contemporáneo. Pero es que, donde hay clases, la lengua poderosa y privilegiada despierta tanto deseo como hostilidad.

 

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El monopolio del inglés

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