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Contra la servidumbre voluntaria

domingo 18 de abril de 2010

Contra la servidumbre voluntaria

Una obra memorable, el Discurso de la servidumbre voluntaria, o Contra el Uno, escrito por Étienne de La Boétie hacia 1546. Lo escribió a los dieciocho años, al comenzar sus estudios universitarios, aunque es una lección que algunos nunca aprenderán, ni después de terminar la carrera. Es un discurso contra la tiranía política, pero también contra la monarquía absoluta, contra el pesebrismo político, contra los intereses creados y contra las dinámicas feudales y caciquiles. Y más generalmente contra el borreguismo y el esclavizamiento voluntario de uno mismo—esa renuncia voluntaria al criterio, a la independencia de juicio, a la decencia y a la dignidad de ser independientes, en lugar de corvas almas.

—"Ah, pero esto son cosas que sólo pasaban en el siglo dieciséis..."

Traduzco algunos fragmentos siempre aplicables.


No quiero debatir aquí la cuestión tantas veces agitada, a saber, "si otras clases de repúblicas son mejores que la monarquía". Si tuviese que debatirla, antes de buscar qué rango debe ocupar la monarquía entre los diversos modos de gobernar la cosa pública, preguntaría si acaso es que hay que concederle alguno, pues es difícil de creer que haya nada de público en ese gobierno en el que todo es de uno solo. Pero reservemos para otro momento esta cuestión que bien merecería un tratado aparte, y que provocaría todo tipo de disputas políticas.


Por el momento desearía tan sólo comprender cómo puede ser que tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soporten a veces a un tirano solo que no tiene otro poder que el que ellos le dan, y que no tiene poder para dañarles sino en tanto quieran aguantarlo, y que no podría hacerles ningún mal si no prefirieran sufrir todo a sus manos antes que contradecirle. Cosa verdaderamente pasmosa—y sin embargo tan común que hay que gemir por ella antes que quedarse boquiabiertos—ésta de ver un millón de hombres tan miserablemente reducidos a servidumbre, con la cabeza bajo el yugo, no porque se vean obligados a ello por fuerza mayor, sino porque están fascinados y por así decirlo hechizados con el mero nombre de uno, a quien no deberían temer, puesto que está solo, ni amar, puesto que es con todos ellos inhumano y cruel. Tal es sin embargo la debilidad de los ho300mbres: forzados a la obediencia, obligados a contemporizar, no pueden ser siempre los más fuertes.


Dos hombres, e incluso diez, podrían bien temer a uno; pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía: no llega ésta hasta allí, igual que la valentía no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército, conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso será pues éste, que no merece ni siquiera el título de cobardía, que no encuentra un nombre lo bastante feo, repudiado por la naturaleza y al que la lengua se niega a nombrar?

Es el pueblo quien se reduce a la servidumbre y quien se corta a sí mismo el cuello; quien, pudiendo elegir entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad y toma el yugo; el que da su consentimiento a su mal, o más bien lo busca... Si le costase algo recobrar su libertad, no le apremiaría yo a ello; aunque lo que más habría de desear sería recuperar sus derechos naturales y, por así decirlo, convertirse de bestia en hombre otra vez. Pero ni siquiera espero de él un atrevimiento tan grande; admito que prefiera no sé qué seguridad de vivir miserablemente antes que una esperanza dudosa de vivir tal como él lo entendería. ¡Pero, qué! Si para tener la libertad basta con desearla, si no se precisa sino un simple querer, habrá acaso alguna nación en el mundo que crea pagarla demasiado cara cuando la adquiere con un simple deseo?

Resolveos a no servir más, y ya sois libres. [Al tirano] no os pido que lo empujéis, que lo derribéis, sino sólo que no lo apoyéis más, y lo veréis, como un gran coloso al que le han roto la base, desmoronarse bajo su propio peso y hacerse pedazos.

Es verdaderamente lamentable descubrir todo lo que hacían los tiranos de tiempos pasados para fundar su tiranía, ver qué medios tan pequeños utilizaban, encontrando siempre al populacho tan bien dispuesto hacia ellos que no tenían más que tender una red para cogerlo; nunca han tenido más facilidad para engañarle ni lo han sometido mejor, que cuando más se burlaban de él.

Llego ahora a un punto que es, creo, el resorte y secreto de la dominación, el sostén y fundamento de toda tiranía. Quien pensara que las alabardas, los guardias y los vigías garantizan a los tiranos, se equivocaría mucho. Los utilizan, creo, por cuestiones de forma y a modo de espantapájaros, más que porque se fíen de ellos. Los arqueros cierran la entrada del palacio a los torpes que no tienen ningún modo de hacer daño, no a los audaces bien armados. Fácilmente se ve que, entre los emperadores romanos, son menos los que escaparon al peligro gracias al socorro de sus arqueros que los que resultaron muertos por esos mismos arqueros. No son las bandas de gentes a caballo, las compañías de infantería, no son las armas las que defienden a un tirano, sino siempre (al principio costará creerlo, aunque sea la verdad exacta) cuatro o cinco hombres que lo apoyan y que le someten todo el país. Siempre ha sido así: a cinco o seis les presta oído el tirano y se han acercado de por sí, o bien han sido llamados por él para ser cómplices de su crueldad, compañeros de sus placeres, celestinas de sus vicios, y beneficiarios de sus rapiñas. Estos seis entrenan tan bien a su jefe que se vuelve malvado para la sociedad, no sólo con su propia maldad, sino también con la de ellos. Estos seis tienen bajo ellos seiscientos, a quienes corrompen tanto como han corrompido al tirano. Estos seiscientos tienen dependientes de ellos a seis mil, a quienes elevan en dignidad.

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Grande es la serie de quienes los siguen. Y quien quiera tirar del hilo verá que no seis mil sino cien mil y millones están aferrados al tirano por esta cadena ininterrumpida que los suelda y los ata a sí, como Homero le hace decir a Júpiter que se jacta, diciendo que tirando de una cadena así traería hasta él a todos los dioses. De ahí venía el aumento del poder del Senado bajo Julio César, el establecimiento de nuevas funciones, la institución de nuevos cargos—no ciertamente para reoganizar la justicia, sino para dar nuevos apoyos a la tiranía. En suma, por los beneficios y favores que dispensan los tiranos, llegamos al punto de que resultan ser casi tan numerosos los que sacan provecho de la tiranía, como aquéllos que gustarían de la libertad.

Según dicen los médicos, aunque no parezca haber ningún cambio en nuestro cuerpo, en cuanto un tumor se manifiesta en un único sitio, todos los humores se dirigen a esa parte infectada. Del mismo modos, en cuanto un rey manifiesta ser un tirano, todo lo malo, todas las heces del reino, no digo ya un montón de pícaros y pillastres que no pueden hacer ni mal ni bien en un país, sino antes bien quienes están poseídos de una ambición ardiente y una avidez notable, se agrupan en torno suyo, y lo apoyan para tener parte en el botín y para ser, bajo el gran tirano, otros tantos tiranuelos pequeños.

Así es como el tirano somete a los súbditos, sujetos unos a la servidumbre por otros.

¿Es esto vivir felices? ¿Es siquiera vivir? ¿Hay algo en el mundo más insoportable que este estado, no digo para toda persona de corazón, sino sólo para quien tenga mero sentido común, o forma humana siquiera? ¿Qué condición es más miserable que la de vivir así, no teniendo nada propio y derivando de otro el propio bienestar, la libertad, el cuerpo y la vida?

Ciertamente el tirano no ama nunca, y nunca es amado. La amistad es un nombre sagrado, una cosa santa. No existe más que entre gentes de bien. Nace de una estima mutua y se alimenta menos de los favores mutuos que de la honestidad. Lo que hace a un amigo seguro de otro, es el conocimiento de su integridad. Tiene por garantes su buena naturaleza, su fidelidad, su constancia. No puede haber amistad allí donde se encuentran la crueldad, la deslealtad, la injusticia. Entre malvados, cuando se reúnen, se forma un complot, y no una sociedad. No se quieren pero se temen. No son amigos, sino cómplices.


—oOo—




Étienne de La Boétie: Contr'Un, ou Discours de la servitude volontaire (extraits):

Je ne veux pas débattre ici la question tant de fois agitée,
à savoir, "si d'autres sortes de républiques sont meilleures que la monarchie". Si j'avais à la débattre, avant de chercher quel rang la monarchie doit occuper parmi les divers modes de gouverner la chose publique, je demanderais si l'on doit même lui en accorder aucun, car il est difficile de croire qu'il y ait rien de public dans ce gouvernement où tout est à un seul. Mais réservons pour un autre temps cette question qui mériterait bien un traité à part, et qui provoquerait toutes les disputes politiques.


Pour le moment, je voudrais seulement comprendre comment il se peut que tant d'hommes, tant de bourgs, tant de villes, tant de nations supportent quelquefois un tyran seul qui n'a de puissance que celle qu'ils lui donnent, qui n'a pouvoir de leur nuire qu'autant qu'ils veulent bien l'endurer, et qui ne pourrait leur faire aucun mal s'ils n'aimaient mieux tout souffrir de lui que de le contredire. Chose vraiment étonnante --- et pourtant si commune qu'il faut plutôt en gémir que s'en ébahir ---, de voir un million d'hommes misérablement asservis, la tête sous le joug, non qu'ils y soient contraints par une force majeure, mais parce qu'ils sont fascinés et pour ainsi dire ensorcelés
par le seul nom d'un, qu'ils ne devraient pas redouter --- puisqu'il est seul --- ni aimer --- puisqu'il est envers eux tous inhumain et cruel. Telle est pourtant la faiblesse des hommes : contraints à l'obéissance, obligés de temporiser, ils ne peuvent pas être toujours les plus forts.


Deux hommes, et même dix, peuvent bien en craindre un ; mais que mille, un million, mille villes ne se défendent pas contre un seul homme, cela n'est pas couardise : elle ne va pas jusque-là, de même que la vaillance n'exige pas qu'un seul homme escalade une forteresse, attaque une armée, conquière un royaume. Quel vice monstrueux est donc celui-ci, qui ne mérite pas même le titre de couardise, qui ne trouve pas de nom assez laid, que la nature désavoue et que la langue refuse de nommer ?


C'est le peuple qui s'asservit et qui se coupe la gorge ; qui, pouvant choisir d'être soumis ou d'être libre, repousse la liberté et prend le joug; qui consent à son mal, ou plutôt qui le recherche... S'il lui coûtait quelque chose pour recouvrer sa liberté, je ne l'en presserais pas ; même si ce qu'il doit avoir le plus à coeur est de rentrer dans ses droits naturels et, pour ainsi dire, de bête redevenir homme. Mais je n'attends même pas de lui une si grande hardiesse ; j'admets qu'il aime mieux je ne sais quelle assurance de vivre misérablement qu'un espoir douteux de vivre comme il l'entend. Mais quoi ! Si pour avoir la liberté il suffit de la désirer, s'il n'est besoin que d'un simple vouloir, se trouvera-t-il une nation au monde qui croie la payer trop cher en l'acquérant par un simple souhait ?


Soyez résolus à ne plus servir, et vous voilà libres. Je ne vous demande pas de le pousser, de l'ébranler, mais seulement de ne plus le soutenir, et vous le verrez, tel un grand colosse dont on a brisé la base, fondre sous son poids et se rompre.


C'est vraiment lamentable de découvrir tout ce que faisaient les tyrans du temps passé pour fonder leur tyrannie, de voir de quels petits
moyens ils se servaient, trouvant toujours la populace si bien disposée à leur égard qu'ils n'avaient qu'à tendre un filet pour la prendre ; ils n'ont jamais eu plus de facilité à la tromper et ne l'ont jamais mieux asservie que lorsqu'ils s'en moquaient le plus.


J'en arrive maintenant à un point qui est, selon moi, le ressort et le secret de la domination, le soutien et le fondement de toute tyrannie. Celui qui penserait que les hallebardes, les gardes et le guet garantissent les tyrans, se tromperait fort. Ils s'en servent, je crois, par forme et pour épouvantail, plus qu'ils ne s'y fient. Les archers barrent l'entrée des palais aux malhabiles qui n'ont aucun moyen de nuire,
non aux audacieux bien armés. On voit aisément que, parmi les empereurs romains, moins nombreux sont ceux qui échappèrent au danger grâce au secours de leurs archers qu'il n'y en eut de tués par ces archers mêmes. Ce ne sont pas les bandes de gens à cheval, les compagnies de fantassins, ce ne sont pas les armes qui défendent un tyran, mais toujours (on aura peine à le croire d'abord, quoique ce soit l'exacte vérité) quatre ou cinq hommes qui le soutiennent et qui lui soumettent tout le pays. Il en a toujours été ainsi : cinq ou six ont eu l'oreille du tyran et s'en sont approchés d'eux-mêmes, ou bien ils ont été appelés par lui pour être les complices de ses cruautés, les compagnons
de ses plaisirs, les maquereaux de ses voluptés et les bénéficiaires de ses rapines. Ces six dressent si bien leur chef qu'il en devient méchant
envers la société, non seulement de sa propre méchanceté mais encore des leurs. Ces six en ont sous eux six cents, qu'ils corrompent autant qu'ils ont corrompu le tyran. Ces six cents en tiennent sous leur dépendance six mille, qu'ils élèvent en dignité.


Grande est la série de ceux qui les suivent. Et qui voudra en dévider le fil verra que, non pas six mille, mais cent mille et des millions tiennent au tyran par cette chaîne ininterrompue qui les soude et les attache à lui, comme Homère le fait dire à Jupiter qui se targue, en tirant une telle chaîne, d'amener à lui tous les dieux. De là venait l'accroissement du pouvoir du Sénat sous Jules César, l'établissement
de nouvelles fonctions, l'institution de nouveaux offices, non certes pour réorganiser la justice, mais pour donner de nouveaux soutiens à
la tyrannie. En somme, par les gains et les faveurs qu'on reçoit des tyrans, on en arrive à ce point qu'ils se trouvent presque aussi nombreux, ceux auxquels la tyrannie profite, que ceux auxquels la liberté plairait.


Au dire des médecins, bien que rien ne paraisse changé dans-notre corps, dès que quelque tumeur se manifeste en un seul endroit, toutes les humeurs se portent vers cette partie véreuse. De même, dès qu'un roi s'est déclaré tyran, tout le mauvais, toute la lie du royaume, je ne dis pas un tas de petits friponneaux et de faquins qui ne peuvent faire ni mal ni bien dans un pays, mais ceux qui sont possédés d'une ambition ardente et d'une avidité notable se groupent autour de lui et le soutiennent pour avoir part au butin et pour être, sous le grand tyran, autant de petits tyranneaux.


C'est ainsi que le tyran asservit les sujets les uns par les autres.


Est-ce là vivre heureux ? Est-ce même vivre ? Est-il rien au monde de plus insupportable que cet état, je ne dis pas pour tout homme de coeur, mais encore pour celui qui n'a que le simple bon sens, ou même figure d'homme ? Quelle condition est plus misérable que celle de vivre ainsi, n'ayant rien à soi et tenant d'un autre son aise, sa liberté, son corps et sa vie ?


Certainement le tyran n'aime jamais, et n'est jamais aimé. L'amitié est un nom sacré, une chose sainte. Elle n'existe qu'entre gens de bien. Elle naît d'une mutuelle estime et s'entretient moins par les bienfaits que par l'honnêteté. Ce qui rend un ami sûr de l'autre, c'est la connaissance de son intégrité. Il en a pour garants son bon naturel, sa fidélité, sa constance. Il ne peut y avoir d'amitié là où se trouvent la cruauté, la déloyauté, l'injustice. Entre méchants, lorsqu'ils s'assemblent, c'est un complot et non une société. Ils ne s'aiment pas mais se craignent. Ils ne sont pas amis, mais complices.

(...)


Aquí está el texto completo en francés, y en español, por si alguien cree que vale la pena leerlo.

Al contrario que La Boétie, no creo que haya ninguna pena especial en el infierno para los tiranos. De hecho, muchas veces no pagan ni la pena de Historia, sino que pasan a la misma como Grandes Hombres—y lo son, allí donde el tamaño importa.

 

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Genios, mediocres, y tiranos

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