El espectador real
El espectador real
Esta noche he tenido un sueño cibernético. Muchas veces, producto de pasar demasiadas horas ante la pantalla, sueño con paisajes modulados por la experiencia de navegar por la red, donde se pueden desplegar menús para encontrar rincones ocultos, aparecen objetos que contienen enlaces hipertextuales a otros objetos o dan paso a nuevos niveles del sueño o diversos planos de realidad irreal. Hoy no era un paisaje informático el de mi sueño, sino la calle Santa Teresa de Zaragoza, por la que yo iba andando, hacia el parque, por la acera de la derecha. Al pasar frente a la casa nueva de ladrillo y ventanas metálicas me doy cuenta de que había un grupito de gente que al parecer me miraban y hablaban de mí, en la otra acera. Paso de largo, y unos dicen, "¡Eh, Landa!" y cruzan la calle, para ponerse delante de mí. Unos mocetones jóvenes, como de la ribera, coloradotes y con pintas de jugar mucho al guiñote, no los conocía yo.
—Que pasa, les digo.
—Nada, tío. ¿Eres Landa, no? Sólo que te queríamos decir, que nos caes de puta pena.
Yo, algo demudado:
—Pues no veo cómo os puedo caer tan mal, si no nos conocemos.
—Tú a nosotros no nos conocerás. Pero nosotros a ti sí, y mucho.
—Que leemos tu blog, dice otro. Y nos caes de puta pena.
Un inconveniente, siempre me lo han dicho, éste del exceso de publicidad de uno mismo. Con mis hermanos lo comentaba hoy, y les contaba el sueño. A algunos les horrorizaba la idea de que pudiese localizar información sobre ellos buscando con Google.
Y es cierto que el blog, como cualquier escrito, va dirigido a una especie de lector implícito, uno que si no es totalmente idéntico al propio autor (pues entonces no habría nada que contar) sí comparte con él ideas, valoraciones, presupuestos, emociones... al menos en gran medida, la cuestión puede variar de un artículo a otro. En todo texto está el lector implícito, el que Walker Gibson llamaba mock reader. Es una de las estrategias retóricas usadas por el escritor para organizar su discurso. Como tal estrategia puede ser usada por el lector también para comprender el discurso, reconociendo y reconstruyendo la figura del lector implícito, e incluso adoptando esa máscara a ver si le va, situándose en la piel del lector implícito a ver qué efectos de coincidencia y no coincidencia hay, entre el receptor implícito y el real. También desarrolla la empatía, eso de situarse en la posición del receptor implícito de un discurso que no va dirigido a nosotros.
En su Teoría de los sentimientos morales habla Adam Smith de cómo este espectador virtual que generamos puede no coincidir con los receptores reales de nuestro discurso. Y ve Smith en esa no coincidencia ciertas virtudes educativas, no en este caso para el receptor, sino para el autor o emisor. Traduzco:
"En soledad, tenemos tendencia a sentir con demasiada fuerza cualquier cosa que esté relacionada con nosotros: tendemos a sobrevalorar los buenos servicios que podemos haber prestado, y las ofensas que podemos haber sufrido. (...) La conversación de un amigo nos conduce a un temperamento mejor, y la de un extraño, a uno todavía mejor. El hombre que tenemos dentro del pecho, el espectador abstracto e ideal de nuestros sentimientos y conducta, a menudo requiere que lo despierten y le recuerden su deber, mediante la presencia del espectador real: y es siempre de ese espectador, del que podemos esperar menos simpatía e indulgencia, del que podemos aprender la lección más completa de dominio de nosotros mismos".
Total, que ateniéndonos a la tesis de Smith igual debería yo estar agradecido a mis mocetones de la ribera, a quienes les había causado una pésima impresión, y que veían todos mis razonamientos e intereses con desagrado. Parece una lección demasiado dura—sobre todo habida cuenta de que el grado máximo de desacuerdo (pienso ahora en Internet) es la respuesta del troll, el que rechaza gratuitamente y ofensivamente, sólo por buscar la confrontación. También se puede aprender, de tratar con trolls, pero no parece la lección más importante a aprender sobre uno mismo. Un espectador comprensivo pero crítico, inteligente y constructivo pero no favorable a nuestras tesis, es desde luego mucho más educativo.
De hecho, en el sueño aún dialogaba yo más con mis lectores desconocidos:
—Bueno, decís que me conocéis pero en realidad no me conocéis. Porque sólo habéis leído lo que he escrito, pero nunca habéis entrado a dialogar conmigo. Así no es como se conoce a la gente.
Supongo que de lo que me quejaba era que los mocetones no me habían puesto comentarios. El otro día comentábamos con JMC, por cierto, que había ahora menos trolls y menos comentarios, que casi nadie comenta nada en los blogs, puesto que todo el mundo tiene ya su propio medio, y no se ocupa del del vecino, es la reducción al absurdo del ombliguismo. Las redes sociales también han hecho mucho por desviar la cháchara hacia otro sitio.
Aquí los dejo, y allí los dejaba, a mis disgustados espectadores. No sé si me daban una paliza luego entre todos o no. Me interesa más ahora apuntar en la teoría de Adam Smith esta noción dialógica del espectador interno, creado a nuestra imagen y semejanza, que nos acompaña. Y de cómo viene a modularse y retroalimentarse con el contacto con los receptores reales de nuestro discurso. Es especialmente interesante la manera en que expone el contraste entre el interlocutor virtual o ideal, cortado a medida de uno mismo, y el interlocutor efectivo, menos dócil a las intenciones del enunciador—y cómo valora la no coincidencia entre uno y otro. En Smith encontramos una valoración muy positiva de la disensión. Sobre esta cuestión, la adecuada distancia crítica, entre la confrontación y el asentimiento acrítico, escribí aquel artículo sobre "Crítica acrítica, crítica crítica", que pronto sale en papel. Y sobre el papel de la disensión y de los lectores imprevistos inesperados y sobrevenidos, también escribí un artículo sobre narratología que tengo que colgar cualquier día de estos ("Overhearing Narrative," en The Dynamics of Narrative Form: Studies in Anglo-American Narratology, ed. John Pier, 2004).
En la ausencia de disensión efectiva, todo discurso requiere que se elabore una disensión parcial o virtual, para tener lugar, o cuanto menos que se establezca una no-coincidencia, una distancia operativa entre el emisor y un receptor al que haya que explicarle algo, o convencerle de algo. Esto es necesario, como mínimo, para permitir que la explicación tenga lugar, y que el debate comience, aunque luego el receptor ideal se parezca como una gota de agua al emisor implícito. También podemos dirigirnos a un interlocutor "resistente", pero no demasiado resistente, a lo largo de ciertas líneas ideológicas que nos permiten establecer un debate argumental que probablemente ganaremos llevándolo a una conclusión satisfactoria para nuestros puntos de vista.
Contenemos, si no multitudes, sí al menos una consciencia de cuáles son otras miradas que pudieran echarse sobre nuestro discurso, u otras respuestas que pudieran darse a él. Eso permite que el pensamiento tenga curso, por autosocratismo a veces, y también hace que soñemos con lectores ideales, o menos ideales.
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