Music Box
viernes, 17 de agosto de 2012
Music Box
Music Box (La caja de música) es una excelente película de Costa-Gavras, protagonizada por Jessica Lange, Armin Mueller-Stahl y Frederic Forrest. Recuerda en algunos aspectos a La Llave de Sarah, pero lleva muchos cuerpos de adelanto sobre el pelotón a la serie reciente de películas sobre la memoria histórica y el retorno del nazismo reprimido. Como en la película sobre la novela de de Rosnay, llama la atención aquí cómo el pasado vuelve para hacer posicionarse a personas que se creían ajenas y fuera de su alcance, y yendo más allá muestra cómo la investigación lleva a descubrir más cosas de las que se deseaban sobre el propio investigador—es un tema trágico creado por Sófocles en Edipo Rey.
Aquí Lange interpreta a una abogada, americana de etnia húngara, que defiende a su padre en un caso en el cual se le quiere privar de la ciudadanía americana. El abuelo dice que todo es un error, y luego un montaje de los comunistas contra un emigrante indeseable. Y así sale a la luz el pasado del padre—no sólo inmigrante con status jurídico incierto, cosa que pronto admite a su hija, y no sólo colaboracionista con los nazis, sino aún peor: una auténtica estrella de las matanzas y la crueldad, un sádico psicópata que disfrutaba con su "trabajo" y mataba sin medida ni sentido, disfrutando con sus ejecuciones masivas como un demonio con patas.
Eso no pega nada con la imagen que tenía la abogada de su padre, claro—para ella ha sido un sacrificado obrero de fábrica que consiguió darle carrera, y siempre cariñoso con ella, y el ídolo de su nieto. La película posiciona al espectador desde el primer momento sospechando del honesto abuelo, pero la abogada se resiste con una defensa tecnicista basada en desmontar la fiabilidad hermética de las pruebas. Un buen abogado en USA demuestra (como en el caso O. J. Simpson) que nada se puede demostrar, que todo documento puede haber sido manipulado.
Pero por accidente, buscando pruebas a su favor, llega la abogada hasta Hungría, y allí encuentra más de lo que busca. Su padre había sido chantajeado por un compatriota, y saldrá a la luz que lo mató para terminar con el chantaje. Visitando a la hermana del chantajista, haciéndose pasar por una amiga de América, descubre la abogada no sólo que era otro criminal de guerra de triste memoria (lo delata una cicatriz que luego se borró quirúrgicamente (todo un emblema de raíz aristotélica, las cicatrices y ahora su eliminación quirúrgica en USA). Y le da la hermana otra cosa que le envió su hermano: una papeleta de una casa de empeños. Lo que empeñó el chantajista era la caja de música en cuestión, que contenía fotos de las atrocidades. Ahora la abogada ya no duda, y las envía a su rival el fiscal que intentaba empapelar a su padre.
Y tras una escena de abrazos y recriminaciones se separa de su padre el monstruo, que ahora sí será juzgado y extraditado, se deja intuir, todo sin el apoyo de la hija. En la última escena le anuncia que le separará de su nieto y le cuenta quién fue en realidad su abuelo.
Una cosa interesante en la película es el retrato de pasada del nazismo a la americana: la abogada, divorciada, mantiene el contacto con su marido a quien conoció en la Facultad y sobre todo con su suegro, importante abogado de tradición hiper-republicana; éste le echa alguna manita durante el juicio. Es un personaje inteligente y manipulador, vemos desde el primer momento que no tiene ninguna confianza en la inocencia de su consuegro pero que ve en todo un juego de intereses—la verdad está para manipularla, no para adorarla, y éste está dispuesto sobre todo a oponerse a las políticas de apaciguamiento con los comunistas. También tuvo su papel colaborando con nazis que se arrimaron a la bandera de USA tras la guerra.
Las personas guardan secretos, y cuando penetramos más allá de esa fachada que es la presentación que hacen de sí mismos para nuestro teatro cotidiano, las sorpresas pueden ser mayúsculas. La película dramatiza un caso extremo de este fenómeno, al mostrar el desenmascarmiento de un criminal ante su familia, y lo que cuesta aceptarlo. Tanto más cuanto que su hija comete el error de ponerse en el papel de su abogada, y un abogado y un familiar son partidarios inflexibles del sujeto, pero por razones muy distintas, que van creando aquí tensiones y minando la fe de la defensora en sí misma y en su defendido.
Pero quizá el aspecto más interesante de la película queda sólo apuntado, y no para mal. El abuelo es un psicópata, sí, y fue un sádico, pero ya no lo es. Ha construido otra persona, y cuando niega que él fuese aquel monstruo sádico cuyas atrocidades se describen a la vez miente, y (lo más inquietante) también dice la verdad. Su vida en otro país y otro momento es otra vida, y a pesar de las intrusiones constantes del pasado, en la persona del chantajista, se había construido otra personalidad basada en mantener en un compartimento estanco de su mente todo lo que pasó en la guerra. Una víctima de la guerra a su manera—hasta el verdugo lo es— pues la guerra le permitió ser, o lo llevó a ser, algo que nunca hubiera sido de otra manera. Y el resto de su vida volvió la espalda a lo que había sido, no por ignorar su horror, sino precisamente por reconocerlo, a su manera—es el elemento trágico de la película, como lo describía Bradley en su teoría de la tragedia—la destrucción del bien que va inevitablemente entremezclado al mal que hay que destruir. Así, la película apunta en una dirección posible, en la que el abuelo no es sólo un farsante, sino además el portador de un trauma, una víctima resilient, que se ha reconstruido a sí mismo, pero que lleva a cuestas una personalidad quimérica e insostenible, murder will out.
Como digo, no queda sino apuntado este elemento, pero contribuye a hacer de la película algo más complejo y más trágico que ese otro montón de películas sobre traumas donde el traumado es la víctima, y en ningún caso el agresor. La verdad es más compleja y más desagradable; y el pasado traumático se extiende sobre una mancha, dejando tocada a la abogada protagonista, cambiando su pasado retroactivamente como en toda buena historia de trauma generacional: ya no es sólo su que su padre es el que era, ni era el que era: tampoco ella es la que era, ni era la que era. La historia, recontada, tiene estas paradojas, pero ya decía Oscar Wilde que es inevitable, y que frente a la historia nuestra única responsabilidad es contarla otra vez, de otra manera. También entendía eso a su manera el criminal de guerra, que viéndose perdedor vuelve la espalda a su pasado con determinación y decide hacer como que no ha existido—ni siquiera para él. Pecho fuera y vista al frente, chico, le dice a su nieto. Pero la mirada atrás se impone a la fuerza, y se hace con el acierto de mostrar cómo las personas son personas con sus circunstancias a cuestas, cómo no puede hablarse de identidad realmente sin comprender las circunstancias en las que esa identidad se construye. También muestra los límites y paradojas de esa reconstrucción de la identidad por las circunstancias, cómo el pasado tiene un precio y se lleva a cuestas, y cómo lo más familiar y próximo, y los más demonizado y rechazable, pueden mezclarse de maneras imprevistas e inasumibles; así el trauma manda ecos a través de las generaciones Y por último nos hace comprender la película cómo y por qué un criminal puede rehacerse a sí mismo, sin por ello exonerarle ni mostrar compasión por él.
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