2017
El citado era éste: An Apocalypse of Total Communication —en su versión impresa.
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Acabo de localizar la publicación en Project Gutenberg (2006) de uno de mis textos críticos favoritos, el prólogo-dedicatoria a La Vie littéraire (primera serie, 1888) de Anatole Fance. Y de La Vie littéraire completa, de hecho. Me gusta especialmente el fragmento donde expone la subjetividad irremediable de todo lo que vemos o decimos, en la literatura o en la vida. Toda literatura, y toda crítica, es una autobiografía oculta para quien la sabe leer, pues es la expresión y síntoma de la mente que narra o que juzga.
Aquí va el original francés del prólogo, y sigue la traducción.
Anatole France, La vida literaria, primera serie (París: Calmann-Lévy, 1888). [Prólogo-dedicatoria:]
Al Sr. Adrien Hébrard, Senador, director de Le Temps.
Estimado Sr.:
Permítame ofrecerle este librito; bien se lo debo, porque con toda seguridad, sin Vd., no existiría. En absoluto pensaba yo en hacer crítica en un periódico cuando me llamó Vd. a Le Temps. Me extrañó su elección, y aún me dura la sorpresa. ¿Cómo es que un espíritu alerta, activo, diverso como el de Vd., en comunión constante con todo y con todos, tan fuerte y vital, y siempre lanzado en medio de las cosas, ha podido apreciar un pensamiento recogido, lento y solitario como el mío?
Pero a Vd. nada le es ajeno, ni siquiera la meditación. Quienes le conocen en la intimidad aseguran que tiene Vd. algo de soñador. No se equivocan. Sólo que Vd. sueña muy deprisa. En todas las cosas posee usted en su grado más alto el genio de la prontitud. La facilidad con la que piensa Vd. es prodigiosa. Entiende Vd. todo de golpe. Su conversación, rápida y brillante como la luz, siempre me deslumbra. Y sin embargo siempre es razonable. Deslumbrar con la razón, eso es un don que sólo tiene Vd. ¡Qué escritor sería, si tuviese Vd. menos ideas! Una maga rusa, que vivió mucho tiempo en la India, habla en sus escritos de un procedimiento que emplean los sabios hindúes para comunicar su pensamiento a los profanos. A medida que se va formando en ellos mismos, lo precipitan en el cerebro de un santón que lo escribe a su gusto. Este procedimiento le convendría a Vd. Lástima que nuestro bárbaro Occidente ignore todavía la "precipitación" del pensamiento. Pero le conozco a Vd. Si un santón se pusiese a redactar las ideas precipitadas por Vd., iría Vd. enseguida a rogarle que no hiciese nada con ellas. Le gusta a Vd. permanecer inédito. Siendo hombre público, le horroriza parecerlo. Es una de las originalidades de Vd., y no la menos encantadora.
Creo que tiene Vd. un talismán. Hace Vd. lo que quiere. De mi ha hecho un escritor periódico y regular. Ha triunfado sobre mi pereza. Ha utilizado Vd. mis ensoñaciones y ha hecho acuñar mi espíritu. Por eso le tengo a Vd. por un economista incomparable. Haberme vuelto productivo, le aseguro que es maravilloso. Ni siquiera mi excelente amigo Calmann Lévy había conseguido hacerme escribir un solo libro desde hace seis años.
Tiene Vd. muy buen carácter y es Vd. fácil para vivir. No me reprocha nunca nada. No es que me vanaglorie de ello. Comprendió Vd. enseguida que no sirvo para mucho, y que más valía no atormentarme. Sin hacerme ilusiones, es la principal causa de la libertad que me deja Vd. en su periódico. Sabe Vd. que soy incorregible y no tiene esperanzas de hacer que me enmiende. No le dijo Vd. acaso un día a uno de nuestros amigos comunes,
--Es un benedictino burlón.
Uno se conoce mal a sí mismo, pero creo que la definición es buena. Me produzco bastante el efecto de un monje filósofo. Pertenezco de corazón a una abadía de Thélème, cuya regla es suave y de fácil obediencia. Quizá no haya allí mucha fe, pero sin duda son muy piadosos.
La indulgencia, la tolerancia, el respeto a sí mismo y a los otros son santos cuya fiesta aún guardamos allí. Si nos inclinamos hacia la duda, hay que tener en cuenta que el pirronismo es inseparable de un profundo apego a la costumbre y a los usos. Pues bien, la costumbre de la mayoría, es propiamente la moral. Nadie como un escéptico para ser moral y buen ciudadano. Un escéptico no se rebela nunca contra las leyes, porque no tiene esperanzas de que puedan hacerse otras buenas. Sabe que hay mucho que perdonarle a la República. ¿Quiere Vd., sin embargo, un consejo? No encomiende jamás el boletín político de Le Temps a uno de nuestros telemitas. Difundiría por él una melancolía suave que desanimaría a vuestros honrados lectores. Con filosofía no se apoyan los ministerios. En cuanto a mí, practico una modestia que me sienta bien, y me limito a la crítica.
Tal como la entiendo y me la deja practicar Vd., la crítica es, como la filosofía y la historia, una especie de novela para uso de los espíritus agudos y curiosos, y toda novela, correctamente entendida, es una autobiografía. El buen crítico es el que relata las aventuras de su alma entre las obras maestras.
No hay crítica objetiva, de la misma manera que no hay arte objetivo, y todos los que se precian de poner en su obra otra cosa que ellos mismos, son víctimas de la ilusión más falaz. La verdad es que uno no sale nunca de sí mismo. Es una de nuestras mayores desgracias. Qué no daríamos por ver durante un minuto el cielo y la tierra con el ojo compuesto de una mosca, o para comprender la naturaleza con el cerebro rudo y simple de un orangután? Pero eso lo tenemos completamente prohibido. No podemos, como hizo Tiresias, ser hombre y acordarnos de haber sido mujer. Estamos encerrados en nuestra persona como en un prisión perpetua. Lo mejor que podemos hacer, me parece, es reconocer con elegancia esta situación espantosa, y confesar que hablamos de nosotros mismos cada vez que no tenemos la fuerza de callarnos.
Para ser franco, el crítico debería decir:
–Señores, voy a hablar de mí mismo a propósito de Shakespeare, a propósito de Racine, o de Pascal, o de Goethe. Son una bonita ocasión para hacerlo.
Tuve el honor de conocer al Sr. Cuvillier-Fleury, que era un viejo crítico muy convencido. Un día en que lo fui a ver a su casita de la avenida Raphaël, me mostró la modesta biblioteca de la que se sentía orgulloso:
–Señor, me dijo; la elocuencia, bellas letras, filosofía, historia, todos los géneros están representados en ella, sin contar la crítica, que comprende a todos los demás géneros. Sí, señor: el crítico es sucesivamente orador, filósofo, historiador.
Tenía razón el Sr. Cuvillier-Fleury. El crítico es todo eso, o al menos puede serlo. Tiene la ocasión de mostrar las más raras facultades intelectuales, las más diversas, las más variadas. Y cuando es un Sainte-Beuve, un Taine, un J.-J. Weiss, un Jules Lemaîre, un Ferdinand Brunetière, no deja de hacerlo. Sin salir de sí mismo, escribe la historia intelectual del hombre. La crítica es la última en aparecer de todas las formas literarias: quizá termine por absorberlas a todas. Le conviene de forma admirable a una sociedad muy civilizada cuyos recuerdos son ricos y cuyas tradiciones son ya largas. Es particularmente apropiada para una humanidad curiosa, erudita y refinada. Para prosperar, requiere de más cultura que todas las otras formas literarias. Tuvo por creadores a Montaigne, Saint-Évremond, Bayle y Montesquieu. Procede a la vez de la filosofía y de la historia. Requirió, para desarrollarse, de una época de absoluta libertad intelectual. Reemplaza a la teología, y si se busca al Doctor universsal, al Santo Tomás de Aquino del siglo XIX, no es en Sainte-Beuve en quien debemos pensar?
Era un santo de la crítica, yo venero su memoria. Pero, por hablarle con franqueza, querido Sr. Hébrard, creo que es más sabio plantar coles que hacer libros.
Hay almas librescas para las que el universo no es más que tinta y papel. Quien ve su cuerpo apaciguado animado por un alma así, se pasa la vida ante su mesa de trabajo, sin preocuparse por las realidades cuya representación gráfica estudia obstinadamente. No sabe de la belleza de las mujeres más que lo que se escribe de ella. No conoce de los trabajos, los sufrimientos y las esperanzas de los hombres más que lo que puede coserse con nervios y encuadernarse en marroquín. Es monstruoso e inocente. Nunca ha asomado la nariz por la ventana. Así era aquel buen tipo Peignot, que recogía las opiniones de los autores para hacer libros con ellas. Nada le había turbado jamás. Concebía las pasiones como temas de monografías curiosas y sabía que las naciones perecen en un cierto número de páginas in-octavo. Hasta el día de su muerte, trabajó con ardor constante, sin entender nunca nada. Por eso el trabajo no le resultó en absoluto amargo. Hay que envidiarlo, si es que la paz de espíritu sólo puede alcanzarse a ese precio.
Bendigamos los libros, si la vida puede fluir entre ellos en una infancia larga y feliz! Gustave Doré, que imprimía a veces a sus dibujos más cómicos un cierto sentimiento de fantasía profunda y de extraña poesía, proporcionó un día, quizá sin saberlo, el emblema irónico y conmovedor de estas existencias a las que el culto de los libros consuela de todas las realidades dolorosas. En el monje Nestor, que escribió una crónica en tiempos bárbaros y revueltos, simbolizó a toda la raza de los bibliómanos y los bibliógrafos. Su dibujo no es mayor que la palma de la mano, pero quien lo ha visto una vez ya no puede olvidarlo. Lo encontrará Vd. en una serie de caricaturas que publicó cuando la guerra de Crimea, bajo este título: La santa Rusia, y que no es, he de reconocerlo, la inspiración más feliz de su talento y de su patriotismo.
Hay que ver a este Nestor. Está en su celda con sus libros y papeles. Sentado como un hombre que gusta de estar sentado, con la cabeza hundida en su capuchón, y la nariz en la mesa, escribe. Todo el país a su alrededor está entregado a la masacre y al incendio. Las flechas oscurecen el aire. El convento mismo de Nestor es tan furiosamente asaltado que se derrumban trozos de paredes por todas partes. El buen monje escribe. Su celda, milagrosamente intacta, permanece enganchada en un aguilón, como una jaula en una ventana. Se agolpan arqueros sobre lo que queda de los techos, andan como moscas por las paredes y caen como granizo sobre el suielo erizado de lanzas y espadas. Se pelean hasta en su chimenea; él escribe. Una conmoción terrible vuelca su tintero; sigue escribiendo. ¡Eso es vivir en los libracos! ¡Tal es el poder de los papelajos!
Las bibliotecas de hoy todavía acogen a algunos sabios semejantes al monje Nestor. Vienen a ellas a cumplir el trabajo de paciencia que llena su vida y que colma su alma: no se pierden una sesión, ni siquiera en los días de agitaciones y de revolución.
Son felices. Dejémolos. Pero conozco a varios que tienen un humor harto diferente. Estos buscan en los libros todo tipo de hermosos secretos sobre los hombres y las cosas. Siempre buscan y su espíritu jamás permanece quieto. Si los libros traen la paz a los pacíficos, turban a las almas inquietas. Estas cometen un error al sumergirse en un exceso de lecturas. Vea, por ejemplo, lo que le sucedió a Don Quijote por haber devorado los cuatro volúmenes de Amadís de Gaula y otra docena de bonitas novelas. Habiendo leído los encantadores relatos, creyó en los encantamientos. Creyó que la vida era tan bonita como los cuentos, e hizo mil locuras que en absoluto habría hecho si no hubiese tenido espíritu lector.
Un libro es, según Littré, el ensamblaje de varios cuadernos de páginas manuscritas o impresas. Esta definición no me contenta. Yo definiría el libro como una obra de hechicería de la cual escapan todo tipo de imágenes que turban los espíritus y cambian los corazones. O mejor aún: el libro es un aparatito mágico que nos transporta al meollo escenas del pasado, o entre sombras sobrenaturales. Quienes leen muchos libros son como los comedores de hachís. Viven en un sueño. El veneno sutil que penetra en su cerebro los vuelve insensibles al mundo real y los hace víctimas de fantasmas terribles o encantadores. El libro es el opio de Occidente. Nos devora. Llegará el día en que todos seamos bibliotecarios, y será el fin.
Amemos los libros como la enamorada del poeta amaba su mal. Amémolos: bastante caros nos cuestan. Amémolos: por ellos morimos. Sí, los libros nos matan. Créame, pues yo los adoré, me entregué a ellos sin reserva durante mucho tiemo. Los libros nos matan. Los hombres han vivido largas eras sin leer nada, y es entonces precisamente cuando hicieron las cosas mayores y más útiles, pues en ese tiempo pasaron de la barbarie a la civilización. Para estar sin libros, no es que estuviesen totalmente desprovistos de poesía y de moral; sabían de memoria canciones y pequeños catecismos. En su infancia las viejas les contaban Piel de Asno y El gato con botas, que mucho más tarde se editaron en ediciones para bibliófilos. Los primeros libros fueron gruesas piedras, cubiertas de inscripciones en un estilo administrativo y religioso.
De eso hace mucho tiempo. ¡Qué espantosos progresos hemos llevado a cabo desde entonces! Los libros se multiplicaron manera maravillosa en el siglo XVI y en el XVIII. Hoy se ha multiplicado por cien su producción. Ahora se publican, sólo en París, cincuenta volúmenes al día, sin contar los periódicos. Es una orgía monstruosa. Saldremos locos de ella. El destino del hombre es caer sucesivamente en excesos contrarios. En la Edad Media, la ignorancia daba a luz al miedo. Reinaban entonces enfermedades mentales que ya no conocemos. Ahora, corremos, por vía del estudio, a la parálisis general. ¿No sería más sabio, y más elegante, mantener una justa medida?
Seamos bibliófilos y leamos nuestros libros, pero no los cojamos a manos llenas. Seamos exquisitos: escojamos, y como ese gentilhombre de una de las comedias de Shakespeare, digamos a nuestro librero: "Quiero que estén bien encuadernados y que hablen de amor".
No me hago ilusiones de que este librito tenga nada de amoroso, ni de que merezca una bonita encuadernación. Pero se encontrará en él, lo sabe Vd., estimado señor, una sinceridad perfecta (la mentira requiere un talento del que carezco), mucha indulgencia y cierta amistad natural hacia lo bello y lo bueno.
Por eso me atrevo a ofrecérselo a Vd., como un testimonio, demasiado endeble, de gratitud, de aprecio y de simpatía.
(Un pasaje del libro de Peter Mendelsund ¿Qué vemos cuando leemos?):
"Cuando captamos el mundo (las partes del mundo que son legibles para nosotros), captamos sólo una porción cada vez. Estas porciones aisladas son nuestras percepciones conscientes. ¿En qué consisten exactamente tales percepciones conscientes? No lo sabemos, aunque suponemos que nuestra apariencia del mundo es una mezcla de aquello que está presente y de aquello que nosotros aportamos (nuestro yo: nuestros recuerdos, opiniones, inclinaciones, etc.).
"Los autores son preservadores de experiencia. Filtran el ruido del mundo y, partiendo de él, configuran la señal más pura que pueden: a partir del desorden crean una narración. Ellos administran esa narracón en forma de libro y presiden, de un modo inefable, la experiencia de la lectura. Sin embargo, por puro que sea el conjunto de datos que los autores proporcionen a los lectores—aunque los hayan prefiltrado y reconstruido con gran diligencia—, los cerebros de los lectores continuarán con su tarea de siempre: analizar, tamizar, clasificar. Nuestros cerebros tratarán el libro como si fuese otra cualquiera de la infinidad de señales cifradas y no filtradas procedentes del mundo. Es decir, el libro del autor vuelve a sxer un tipo de ruido para los lectores. Nosotros asimilamos todo lo que podemos del mundo del autor, y mezclamos ese material con el nuestro en los alambiques de nuestra mente lectora, combinándolos para obtener, alquímicamente, algo único. Yo diría que ésta es la razón de que leer "funcione": la lectura reproduce el sistema por el cual nos familiarizamos con el mundo. No es que nuestras narraciones nos digan necesariamente algo verdadero sobre el mundo (aunque puede que lo hagan), sino más bien que la práctica de la lectura nos resulta parecida, y lo es, a la conciencia misma: imperfecta, parcial, nebulosa, cocreativa."
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El citado era éste: An Apocalypse of Total Communication —en su versión impresa.
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"¿Las visiones de la literatura pueden proclamarse—como las epifanías religiosas o las verdades platónicas—más REALES que la realidad fenoménica en sí? ¿Estas visiones apuntan a un tipo de autenticidad más profunda? (O bien: al reproducir el mundo real, ¿señalan SU falta de autenticidad?" (Peter Mendelsund, 'Qué vemos cuando leemos', p. 374).
Mucho es, desde luego, llamar a Samuel Johnson "feminista". Y sin embargo, al comentar la obra de Milton, hace observaciones sobre el patriarcado militante de este autor que no son corrientes en un crítico de su época, anticipándose a cosas que diría la crítica feminista siglos después. Cierto es que a Johnson, defensor de la ley y el orden, y de la Iglesia establecida, le horrorizaba la política de Milton, y eso parece que le hacía más sensible a otros aspectos que veía criticables en su carácter e ideas:
Cuando habla del machismo de las obras de Milton piensa sin duda Johnson ante todo en la subordinación de Eva a Adán que tanto se enfatiza en Paradise Lost. El retrato de Adán tiene allí mucho de autobiográfico... sólo que Milton se consideraba, sin duda, un Adán perfeccionado, que ataba más corto a su mujer.
También disiente Johnson de Milton en cuanto a la libertad de prensa que defendía éste. Una libertad de prensa que en lo legal llegó a Inglaterra en cierta medida a finales del siglo XVII (antes la hubiese querido Milton, que publicó su Areopagitica sin licencia previa). Y en la práctica efectiva, quizá sólo haya llegado la libertad de prensa con los blogs, si eso es prensa.... o quizás siempre esté por llegar. En cualquier caso, Milton se oponía a la censura (con importantes excepciones, sin embargo) y Johnson defiende la necesidad política de la censura y no admite la libertad de prensa:
Johnson, me parece, llevaría muy mal lo de los blogs, de autores etéreos y difíciles de castigar. Y Milton también lo llevaría mal, por mucho que dijese defender la libertad de prensa. Y la igualdad de derechos de las mujeres (otro desiderátum...) así así la llevarían de mal uno y otro, tan distintos sin embargo. Tales efectos produce la distancia histórica.
Me citan en Oslo, en esta tesis de máster sobre adaptaciones noruegas de Alicia en el País de las Maravillas. Bueno, yo escribí sobre adaptaciones de Shakespeare, pero todo circula y fluye.