Me dan pena los noruegos
miércoles 27 de julio de 2011
Me dan pena los noruegos
Pena de la buena, compasión—y también de la mala, algo de desprecio. Comprendo que es una sociedad básicamente buena (con excepción de su afición a cazar ballenas sin medida, quizá), y que les ha pillado desprevenidos el payaso sanguinario éste de la matanza. El bien ha de pagar, quizá, su buena fe y su exceso de confianza. No se puede reprochar a nadie, por lo menos no a las víctimas, el no haber previsto la actuación de este canalla, ni el no poderse defender de él, desarmados y cogidos por sorpresa. Pero empieza a ser más preocupante la ineptitud de la policía. Su incapacidad de llegar a tiempo—que no enviasen un helicóptero a reventarlo de un tiro, que no tuviesen medios para acercarse a la isla, que no haya un comando preparado para casos de éstos, en los que las víctimas no tienen por qué pensar pero los Estados sí. Estamos a merced de las bestias con forma humana—pero si no somos capaces de detenerlos en persona, una sociedad que se precie sí debe ser capaz de detenerlos a tiempo, una vez avisada, y de darles lo que merecen—ni más, ni menos.
Y más pena da la perspectiva que se ofrece ahora: la de un sistema judicial buenista y garantista, que seguramente va a ser incapaz siquiera de enviar a este individuo a presidio, pues es un pobre demente.... Cuando, cuerdo o demente, sólo hay una pena adecuada para él, que es la muerte a garrotazos en la plaza pública. Por un mínimo de dignidad—por decir que puede haber un asomo de justicia en el mundo. Creo que tiene una noción equivocada de la naturaleza humana, el que no se dé cuenta que pueden hacerse cosas (como las que ha hecho este sujeto, o como las que hizo Bin Laden, o Hitler) que merecen la muerte. No cabe aquí el argumento que se suele aducir, de la imposibilidad de demostrar con certidumbre la autoría del crimen. Me parece indignante que una sociedad esté, por dejadez de sus legisladores y por incapacidad de medir los hechos en su medida, condenada a aguantar a este sujeto dos veces. Primero, a aguantar sus crímenes, y luego, a aguantar la vergüenza de tenerlo viviendo a sus expensas unos años, y a verlo luego en la calle, quizá con una pensión por desempleo y todo. O a hacer unos cursos de terapia y de empatía con algún asistente social. Tampoco lo podrán mandar al exilio de por vida a la Antártida o a Bouvetøya, que el destierro seguro que tampoco existe en la feliz Noruega.
Tanto más patético todo, cuando pensamos que sus víctimas seguramente se hubiesen opuesto a un castigo demasiado severo para este majadero exterminador. En ningún medio he oído estos días que la muerte sería un castigo adecuado para este tipo de crímenes—hasta allí llega el tabú que imponen las convenciones europeas en estas cuestiones. Y eso que se supone que la opinión es libre. Una curiosa regimentación mental, es lo que creo que hay más bien.
No hay derecho a que criminales de este calibre no tengan un castigo adecuado. Es una incapacidad de respuesta, la de la sociedad buenista, que es preocupante—y sí, algo despreciable. Es un segundo atentado contra la sociedad, y casi más irritante que el primero. Porque esto no lo decide una bestia con dos patas, sino los propios representantes del pueblo, supuestamente racionales, y en aras de un supuesto sentido de la justicia, mal entendido. Tanto mayor la ofensa a las víctimas, y a toda la sociedad. Tanto mayor la pena, si ni siquiera se dan cuenta de la ofensa que se hacen a sí mismos.
Decía Oscar Wilde que sólo hay una cosa más injusta que la injusticia— la justicia sin su espada. Hay que decir que rara vez la tiene.
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