Contra el fracaso escolar: la vía rápida
Hay en Fírgoa un interesante dossier de Alfonso García Tobío sobre los "Suspensos" en la universidad.
Y creo que aún se va a volver más interesante con el tiempo, el dossier y el debate sobre los suspensos universitarios. Parte de la reforma universitaria consiste en convertir la universidad en una máquina bien engrasada que procese rápidamente el "input" estudiantil produciendo un "output" de licenciados sin material sobrante que contamine el medio ambiente. Allí están los modelos de Europa, donde para empezar estudia carrera menos proporción de la población, por cierto; pero al parecer todos terminan la carrera en tiempo récord y sin problemas. Aquí no. Y eso que tienen un montón de convocatorias, en una proporción desconocida en muchos otros sistemas universitarios.
Empiezan a saltar a la prensa noticias sobre rectorados presionando directamente a los profesores para que aprueben a más alumnos; incluso hay alguna universidad que planea introducir entre los índices de rendimiento y eficacia del profesor el número de alumnos aprobados. No aprobados por otros: ¡aprobados por él mismo! Vamos, esto es de traca, si no fuera porque entra tan de lleno en la lógica de los tiempos. O sea, que si quiero subir espectacularmente la calidad de mi docencia, sólo tengo que dar aprobado general a final de curso: todos aprueban, ergo misión cumplida, y profesor excelente, q.e.d.
Ya nos han avisado desde el Rectorado que con la convergencia al Espacio Europeo de Educación Superior se va a acabar eso de los estudiantes que alargan su carrera durante años. Ahora todos la acabarán en el tiempo requerido. Lo que no nos han dicho es cómo vamos a llegar a esa feliz situación. Sí sabemos que no será suspendiendo a los alumnos incapaces de terminar la carrera, y también se intuye que no va a ser por el procedimiento de una selección previa más estricta. Podemos descartar un súbito incremento por decreto ley de la capacidad intelectual o de trabajo del estudiante medio. Sólo queda entonces una vía, creo: la reducción general de requisitos y de nivel, que conduzca al aprobado general.
Le comento a una colega esto del autoaprobado-misión cumplida y me dice lo siguiente: "Qué vergüenza. Pero no te preocupes, que no lo pondrán por escrito. Todo por presión ambiental. Lo que quieren es apretar pero sin decir nada claro. ¿No agradecerías tú, como funcionario, que te dijesen, Señores, a partir de ahora, se aprueba con cuatro, o con tres, no con cinco. Que vienen las universidades privadas empujando por detrás y se nos llevan el dinero, y las públicas no estamos aquí para retrasar al alumno, sino para titularlo rápidamente. El cliente siempre tiene razón, y si ha pagado tiene derecho a su título. Así que apruébenme como mínimo a dos tercios de la lista".
Pero no. Los rectorados utilizarán diversas triquiñuelas y estrategias, llegando quizá a descararse hasta dar bonificaciones por aprobado, y amonestar a los más suspendedores. Lo que no creo que lleguen a hacer es indicar por norma un porcentaje mínimo de alumnos que deben salir aprobados de una asignatura. No creo que lo hagan porque convertirlo en norma ya supondría falsear el sistema hasta tal punto que no sería una política sostenible. (Aunque ya he hablado: al tiempo. Parece mentira tener que estar especulando seriamente sobre estos asuntos). Seguiría, inmediatamente, la presión entre los estudiantes a ver quién estudia menos, para rebajar el nivel de esfuerzo requerido. De hecho ya existe, en el estado actual de cosas, una presión ambiental muy fuerte sobre los buenos estudiantes para que no se manifiesten, para que no tiren del nivel de la clase para arriba -- y sobre los profesores para que aprueben a una proporción "razonable" de alumnos. Sólo les faltaba ya al club de la última fila, siempre mayoritario, el apoyo oficial y normativo de los rectorados.
La justicia y coherencia en la evaluación supone un equilibrio muy difícil y precario entre, por una parte, las expectativas y principios a priori sobre la disciplina o materia, los niveles deseables o mínimos alcanzables, y, por otra la realidad de unas circunstancias, una clase y un profesor en un momento dado. Si a ese equilibrio le ponemos en la balanza el dedo del rectorado, poco de bueno puede salir de allí. Casi acabaríamos antes poniendo la fotocopiadora de títulos en la plaza, o en la fábrica, y hagan cola, y vamos a hacer caja, a ver qué título es más demandado, y viva la libre competencia de las titulaciones.
En última instancia, y siguiendo la lógica de estos criterios, no hay más que una evaluación válida: la del empresario que te contrata al final de tus estudios. Igual podíamos suprimir tanta enseñanza y tanta academia, como decía Ivan Ilich, y mandar a todo el mundo de aprendiz directamente. Gratis. Y al que apruebe, contrato basura.
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